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El 4 de febrero, la vicepresidenta segunda del Gobierno y ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, se mostró exultante ante los medios para anunciar que gracias ... a ella, España iba a ser «mejor» que ayer. «Los trabajadores y trabajadoras españolas ganan derechos. Se lo merecen. Gobernamos para ellos y para ellas. Les voy a pedir una cosa. Hoy es un día histórico, disfruten». Aquel 4 de febrero, a Díaz se le olvidó (o no quiso recordarlo) que aprobar algo en el Consejo de Ministros no es sinónimo de que finalmente vea la luz porque, entre otras cosas, el Gobierno de coalición apenas tiene 147 de los 350 escaños de la Cámara (120 socialistas y 27 de Sumar).
Lo que anteayer era un anteproyecto de ley «histórico» para reducir la jornada laboral a 37,5 horas semanales (beneficiaría a «12 millones de españoles», entre ellos a 350.000 vascos), hoy es una medida abocada al fracaso por el sonoro portazo de Junts, que lejos de recular en su negativa inicial insiste en reafirmarse en su 'no'. Entre otras cosas, porque se trata de una iniciativa que «no han pedido las empresas» y tampoco ocupa el primer lugar «en las reivindicaciones de los trabajadores».
Así lo aseguró la semana pasada en el Congreso el diputado independentista Josep Maria Cervera, quien instó a Díaz a sentarse con la patronal, negociar y acordar la medida. Si no lo hace y no cuenta con el plácet empresarial, los de Carles Puigdemont votarán en contra, lo que supondría 'de facto' el fin de la iniciativa, ya que el PP también está en contra si no existe un acuerdo entre todos los agentes sociales.
Cuando Pedro Sánchez proclamó en el balcón de Ferraz aquel «somos más» para advertir a Alberto Núñez Feijóo que pese a ganar las elecciones de 2023 no llegaría a La Moncloa, era muy consciente de que se echaba en manos de Puigdemont y que su futuro político quedaba vinculado y, sobre todo condicionado, por lo que decidiera el expresident fugado en Bélgica. La fractura entre bloques izquierda-derecha en el Congreso es tal que los siete escaños de Junts son decisivos para decantar la balanza en cualquier votación. Y no son pocas las derrotas que está infligiendo a Sánchez a modo de chantaje.
En este caso concreto, el castigo no se lo lleva el presidente del Gobierno, sino la vicepresidenta segunda y exlíder de Sumar, ya que la reducción de la jornada laboral es, quizá, su proyecto estrella de la legislatura. De ahí que llevase hasta el extremo su durísima pugna con el ministro de Economía, Carlos Cuerpo, a quien acusó de «mala persona», para que el Consejo de Ministros aprobase definitivamente la medida. El ala socialista del Ejecutivo era mucho más pragmática y abogaba por ir más despacio e intentar acordar la medida con los empresarios. Sin embargo, Díaz, que se había fotografiado con los sindicatos anunciando la reducción sin estar aprobada, se plantó. Y Sánchez, que arrastra una pesada mochila de problemas, le cedió la medalla política de aprobar la medida en el Consejo de Ministros a sabiendas de que su posterior aprobación en el Congreso era muy difícil por las reticencias de Junts.
Dicho y hecho. Desde aquel «histórico» 4 de febrero, las semanas han pasado y la situación ha ido a peor, como quedó hace unos días en evidencia en el Congreso. «No puede cambiar la forma en que ha evolucionado la negociación colectiva en este país en las últimas décadas. La imposición por ley de la reducción de jornada va a generar desigualdad entre sectores y territorios, y sobre todo generará más problemas en la micro, pequeña y mediana empresa», le espetó el diputado de Junts.
Y es que los posconvergentes, desde que han decidido volver a hacer política en las instituciones españolas tras el fracasado órdago del 'procés', tienen muy claro que no les va a temblar el pulso a la hora de defender sus intereses tanto ideológicos, como queda patente en el polémico pacto migratorio que ha dividido a la mayoría progresista con acusaciones de «racismo», como en lo económico, convirtiéndose sin complejos en la correa de transmisión de los empresarios catalanes. El mejor ejemplo, sin duda, fue su veto a la prórroga del gravamen a las energéticas después de exigirlo Repsol a cambio de mantener sus inversiones en Cataluña y Euskadi.
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