La política española da otra vuelta de tuerca hacia la radicalidad
La negativa de Podemos a condenar la violencia y el ascenso de Vox azuzan la polarización, aunque los expertos no ven el sistema en peligro
¿Por qué las protestas por el encarcelamiento de un rapero no especialmente conocido - «con menos arte que cualquiera de nosotros con dos cubatas en ... un karaoke», en palabras de Isabel Díaz Ayuso- se prolongan durante días y degeneran en enfrentamientos violentos con la Policía? ¿Existe un clima «preguerracivilista», como también ha opinado la locuaz presidenta madrileña? ¿Entra dentro de lo asumible que un vicepresidente segundo ponga en la picota la calidad democrática del país que gobierna? ¿Y que el portavoz parlamentario de su partido apoye los disturbios? ¿Que se haga famosa una antijudía de 18 años? Si se pregunta, por ejemplo, al PNV, partido autoproclamado de orden, el espanto es genuino: «Es terrible... Pensábamos que la cosa se iba a aplacar después de las elecciones catalanas».
«La cosa» es el clima de polarización extrema que se ha adueñado de la política española. El 14-F no solo no ha servido de punto de inflexión hacia el apaciguamiento, como se esperaba, sino que en la última semana el debate público ha adquirido tintes de preocupante radicalización. Partidos como el PP se han acordado del asalto al Capitolio azuzado por Trump. Otros han evocado al Torra del 'apreteu' a los CDR, después de que Pablo Echenique incendiara las redes con su tuit de aliento a los «antisfascistas» que protestaban por la detención de Pablo Hasél, la mecha que ha encendido la pólvora. Podemos, deseosa de entrar en un Govern de izquierdas con ERC y las CUP, no la ha sabido apagar al resistirse a condenar de manera inequívoca la violencia.
Barricadas, pintadas, fuego. El «ruido estéril», como lo ha llamado el presidente Sánchez, se ha hecho ensordecedor en paralelo al ascenso de la extrema derecha. Vox no solo ha conseguido dar el 'sorpasso' al PP y a Cs en Cataluña, sino que el último CIS recorta la ventaja que los populares sacan a los de Santiago Abascal en España a solo cinco puntos.
La crisis económica y sanitaria favorece los extremismos y el pluripartidismo empuja a abandonar la centralidad
«A mayor pluripartidismo, mayor polarización del discurso y mayor desencuentro entre los bloques, ya que se abandona la centralidad para tratar de liderar los polos», opina la socióloga y directora del Deustobarómetro María Silvestre, convencida de que la entrada de Vox en las instituciones también ha contribuido a alimentar la radicalización general. Además, ve favorecido el ascenso del populismo, espoleado por una crisis «que acentúa las desigualdades estructurales y genera desasosiego, incertidumbre y fatiga». Su colega Ander Gurrutxaga, catedrático de Sociología en la UPV, coincide en que el contexto socioeconómico impulsa a los extremismos, y añade una peculiaridad: «Lo de los disturbios debería haber durado media hora. Pero la política española está mal rodada, es inmadura. En lugar de buscar soluciones, tira siempre del mismo diapasón y produce estos entretenimientos sucesivos, en lugar de dar respuestas a una ciudadanía ya muy cansada por la Covid».
La pregunta es si el tablero político camina hacia un tensionamiento que pueda hacer crujir las cuadernas del sistema. Hay síntomas, cruciales aunque hayan pasado más desapercibidos, que apuntan en la dirección opuesta. Por ejemplo, los grandes partidos españoles siguen apelando al centro como esa arcadia soñada donde se ganan las elecciones. Lo ha hecho Casado esta semana tras el anuncio, también disruptivo, de que la sigla se muda de Génova para cortar amarras con el pasado.
El bipartidismo se defiende
También lo hace Sánchez de manera implícita, coinciden analistas y rivales, al dar cuerda a Pablo Iglesias para que siga jugando a ser Gobierno y oposición, sin un golpe en la mesa que corte por lo sano. Lo hizo el viernes, para aplacar a los horrorizados ministros del ala socialista, pero sin emitir ninguna señal que haga pensar en un final abrupto de la coalición. En el fondo, opinan socios y opositores, le conviene un rival radicalizado a su izquierda y una oposición comandada por Abascal a su derecha para dar forma a su sueño de hacerse con todo el espacio del centro en España. El bipartidismo, en todo caso, se defiende a su manera. Ahí están las negociaciones, que acabarán llegando a puerto, de PSOE y PP para renovar, por fin, el Poder Judicial.
El sistema parece enredado en un bucle perverso que, pese a ser tóxico, se perpetúa a sí mismo. El filósofo Daniel Innerarity ha estudiado el fenómeno, al calor también de las denuncias trumpianas de fraude en EE UU. Y sostiene que «la opinión pública de las democracias avanzadas se ha convertido en un reñidero donde el odio es compatible con la fortaleza institucional o, formulado negativamente, con un estancamiento de los sistemas políticos». «Hay mucha más estabilidad en nuestros sistemas de lo que el espectáculo de la confrontación parece dar a entender», apunta, convencido como la filósofa francesa Cynthia Fleury de que «el populismo belicoso» en las democracias modernas es como los dos minutos de gloria de Warhol, «que permite a cada uno vomitar y volver luego a su inacción e ineptitud». Para Gurrutxaga, el problema real no vendrá de la política sino de la economía, si no es capaz de resistir. «Mientras tanto, las crisis se sostienen a sí mismas». Un bucle.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión