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La esposa de Emilio Fernández Arias, emocionada durante el funeral de su marido, junto a familiares y dos soldados de la Marina. el correo

«Tras el atentado, se rompe nuestra vida. Nos fuimos»

40 aniversario ·

ETA asesinó en 1982 a Emilio Fernández Arias, un brigada de la Marina. Su hija Loli cuenta su historia por primera vez

Sábado, 17 de septiembre 2022, 00:56

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Emilio Fernández Arias.
Imagen - Emilio Fernández Arias.

Emilio Fernández Arias era brigada de la Armada, un suboficial que se encargaba del despacho de buques en la Comandancia de Marina. Cada mañana cogía el autobús en Erandio para acudir a su puesto de trabajo en Bilbao. Todos los días hacía una breve parada en el mismo restaurante de la calle Henao, donde tomaba un café o echaba un vino al salir. Nadie sabe si alguna vez notó algo raro en la mirada de Juan Carlos Etxeandia, el hijo del propietario del local, que colaboraba con el aparato de información de ETA desde principios de los años 80. Fue él, según una sentencia de 1984 dictada por la Audiencia Nacional, quien facilitó los detalles de sus rutinas para que le asesinaran. «Sólo puso una condición: que no le mataran en Bilbao, en el trayecto que hacía desde la parada del bus a su trabajo, porque él vivía cerca y temía verse señalado», explica Florencio Domínguez, director del Centro Memorial de Víctimas del Terrorismo. ETA recibió los datos puntualmente y cumplió el requisito sobre la ubicación. Le asesinaron con dos tiros en la cabeza el 22 de septiembre de 1982, a las 7:35 horas de la mañana, muy cerca de su casa en Erandio.

Cuentan en el barrio que la familia se marchó de un día para otro y que es uno de esos atentados del que poco se sabe. Algún vecino escuchó que se fueron a Murcia. Está en lo cierto. Allí vive Loli Fernández, su hija mayor. Tenía 20 años cuando asesinaron a su padre y su hermano menor, Francisco Emilio, 15.

La familia nunca ha hablado en público y ella pone hoy fin a ese silencio de cuatro décadas en EL CORREO. Lo hace con reparo porque «soy la única de la familia que queda con vida y no puedo hablar en nombre de todos». Cada víctima es un mundo; hay infinitas maneras de afrontar el dolor. Loli Fernández hace un esfuerzo y regresa a aquel fatídico 22 de septiembre de 1982. «Yo me había casado poco antes y vivía en Francia con mi marido, que es francés. Aquellos días coincidió que mi madre estaba de vacaciones con mi hermano Francisco Emilio en Cartagena». Toda la familia estaba fuera de Bilbao cuando mataron a su padre. «A mí me llama una vecina para avisarme porque mi madre no puede ni hablar», recuerda. Unos amigos de Cartagena, donde veraneaban, acogen a su madre y su hermano en un primer momento y les llevan al aeropuerto para que vuelen a Bilbao.

No se quedaron mucho tiempo en la capital vizcaína. Tras el funeral, los restos de su padre fueron trasladados a su Galicia natal. Poco después, la familia se marchó de Euskadi. «Se hicieron las cosas deprisa. Mi madre tenía miedo, sobre todo por mi hermano que era un adolescente. Decidimos, acertadamente o no, empezar una nueva vida en otro lugar. Y vinimos a Cartagena, que había sido un destino anterior de mi padre. No teníamos familia pero sí algunos amigos. Y aquí empezamos a intentar reconstruirnos».

«Nos mudamos a Cartagena y estábamos todo el día dando explicaciones por tener la matrícula de Bilbao»

«Antes teníamos una vida normal, organizada, y todo se rompe tras el atentado. Nos cambió mucho la vida a todos», confiesa Loli. Su marido y ella abandonaron Francia y se instalaron en la ciudad murciana. «Queríamos cuidar a mi madre, que no estaba bien, y estar pendientes de mi hermano. Que todo estuviera lo mejor posible. Empezar de nuevo», recuerda.

Llegaron a Murcia en plenos años 80, como salidos de la nada, montados en un coche con matrícula de Bilbao. «Cartagena es una zona militar. Teníamos que justificarnos cada dos por tres, explicar por qué la matrícula. Nos paraban en todos los controles. Íbamos al hospital militar con mi madre para una cita médica y nos pasaban el espejo por los bajos del coche. Esas imágenes me llamaban mucho la atención».

Era un tiempo sin apoyo social ni ayudas públicas. Los años en que las víctimas estuvieron más solas. «No recurrí a la AVT hasta muchos años más tarde, cuando mi hermano falleció en un accidente de tráfico con 33 años. Y entonces pedí apoyo psicológico para mi madre. La mochila estaba demasiado cargada y necesitaba ayuda».

«Y no paran»

La sucesión de atentados, uno cada tres días en aquella década, les devolvía al dolor. Al escuchar la noticia de un asesinato, su madre siempre decía lo mismo: «Y no paran. No paran». Quizá por eso, cuando en 2011 llegó el final, Loli lo vivió con una especial alegría. «Desde el primer momento, yo sólo quería que todo acabase. Me da igual si ha habido que negociar o cómo fue, yo sólo quería que fuera el último».

Aquel silencio espeso que se instaló en su casa hizo que no se interesasen mucho por la causa judicial, en la que fue condenado el colaborador pero no los autores materiales. «No puedo hablar por todos pero, sinceramente, creo que en casa perdonamos. Nos hacía falta avanzar», zanja. Hay alguna pregunta que le sigue rondando por ahí. «Me hubiera gustado saber por qué a él. Mi padre no se sentía amenazado. Nunca tuvo miedo. Yo sabía que era militar pero pensaba que, siendo de Marina, era otra cosa y que no podía pasarle nada. Era una tontería y la prueba está en que pasó».

Loli recuerda a su padre como «un hombre algo autoritario, muy recto, al que le gustaban las cosas bien hechas. Honesto. Era lo que transmitía y lo que exigía. Nunca nos inculcó ninguna idea política». No era un tema de conversación puertas adentro, salvo alguna excepción. «Me cogió muy joven la Transición, entre 15 y 18 años. Y yo participaba en muchas manifestaciones a favor de la democracia, como mucha gente». A veces, lo contaba en alguna cena familiar. «Si tú no has hecho nada malo, hija, tú no tienes por qué correr», le decía Emilio. «Yo no había hecho nada pero sí que corría, claro, como los demás», añade. Pequeñas confidencias, consejos de padre entre plato y plato, una rutina apacible que saltó por los aires hace 40 años. Unas primeras palabras sobre aquel atentado del que se sabe tan poco.

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