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Hay veces que la política española se explica más allá de sus fronteras. Se ha visto casi mejor que nunca esta última semana con el ... debate en Bruselas sobre la oficialidad del euskera, el catalán y el gallego en la UE, una carpeta en la que el Gobierno no escatimó en esfuerzos para poder satisfacer una exigencia de sus socios –sobre todo de Junts– que afianzaría la legislatura y en la que el PP maniobró para evitarlo a toda costa en busca de un varapalo a Pedro Sánchez. Pero de la misma manera se puede observar en otra batalla que los mismos actores libran también a nivel europeo y en la que hay mucho en juego. Tanto como la supervivencia de no pocos partidos en la Eurocámara.
En julio de 2018, el Consejo de la UE aprobó una decisión para que los Estados miembros fijasen un umbral mínimo a la hora de atribuir los escaños en las elecciones europeas. Un porcentaje que, para países con más de 35 asientos como es el caso de España, «no será inferior al 2% ni superior al 5%» de los votos. Su entrada en vigor quedaba supeditada a la ratificación de los Veintisiete en sus respectivos parlamentos nacionales, algo que ha ido pasando en todos... excepto en España. Y he ahí la pescadilla que se muerde la cola: España aún no está obligada a cumplir esos criterios en tanto en cuanto España aún no ha aprobado la reforma correspondiente.
El cambio en la Ley Orgánica del Régimen Electoral General (LOREG) ni siquiera se ha planteado formalmente en el Congreso porque, a decir verdad, no hay una mayoría interesada en ello. El Gobierno no quiere soliviantar a sus socios nacionalistas e independentistas, que serían los peor parados. Hay que tener en cuenta que el actual sistema de circunscripción única utilizado en los comicios europeos ya les supone un obstáculo importante, pero lo solventan a base de coaligarse entre ellos. Añadir ahora el umbral que marca el acuerdo de la UE, en cambio, podría ser la puntilla que pusiera fin a su representación.
Si tomamos como referencia los resultados de las últimas elecciones, celebradas hace un año, el umbral mínimo del 2% dejaría directamente fuera a la coalición CEUS (integrada por el PNV y Coalición Canaria) y, en función de si el porcentaje se eleva hasta el 5%, también podrían quedar descabalgadas Junts, Podemos, Sumar y Ahora Repúblicas (la alianza de ERC, EH Bildu y BNG); en definitiva, todos los socios del Gobierno. También anularía a Se Acabó la Fiesta. De esta forma, los 61 escaños con los que cuenta España en el Parlamento Europeo se habrían repartido únicamente entre PP, PSOE y Vox.
Pero eso ni ha ocurrido ni tiene visos de ocurrir. Y ante las sucesivas negativas de los socialistas a desbloquear una reforma electoral en ese sentido, los populares han decidido mover ficha como parte de su estrategia política de desgaste a Sánchez. Los de Alberto Núñez Feijóo forzaron la visita a España de una delegación de eurodiputados –la mayoría eran españoles y del propio PP– para averiguar los motivos por los que no se ha implantado el umbral mínimo. Tras dos días de reuniones, la conclusión vino a coincidir con la tesis de Génova: no hay obstáculos «jurídicos» –en países como Alemania sí los hubo–, sino más bien «políticos».
Como en su operación para vetar la oficialidad del euskera, el catalán y el gallego, el PP hizo uso así del altavoz europeo para tratar de visibilizar el «chantaje» al que estaría sometido Sánchez por parte de nacionalistas e independentistas. Esta vez consistía en situar al presidente como un mandatario capaz de desoír las reclamaciones de la UE en una materia de profundo calado democrático como es la legislación electoral. El Ejecutivo se lo puso en bandeja porque, si bien la delegación había pedido reunirse con altos representantes gubernamentales, lo máximo que se les concedió fue una hora con la directora general de Política Interior, un cargo de tercer nivel en el Ministerio dirigido por Fernando Grande-Marlaska.
La batalla política PSOE-PP ha tenido otra derivada que también contribuye a entender las dinámicas actuales entre partidos; esta vez, entre los populares y el PNV, que lejos de reconstruir los puentes que dinamitó la moción de censura contra Mariano Rajoy en 2018, están agrandando cada vez más su brecha. Aitor Esteban cargó la pasada semana contra la formación conservadora porque, a su modo de ver, busca sacarles de Bruselas al presionar en favor de la reforma electoral: «No nos quieren en el Parlamento Europeo, quieren negar nuestra existencia, tapar lo que les molesta: que haya una voz para reivindicar que somos una nación diferente».
El temor de Sabin Etxea a que se aplique el acuerdo de la UE es tal que en 2023 condicionó su apoyo a la investidura de Sánchez a un compromiso explícito por parte de los socialistas para no hacerlo. Se recoge así en el punto 6.1 del pacto, en vigor mientras dure la legislatura: «El PSOE se compromete a no impulsar ninguna modificación de la LOREG, y en caso de extraordinaria necesidad, lo hará con acuerdo previo con EAJ-PNV». Esa última coletilla se reserva para el caso de que la UE se ponga seria con el asunto.
En tal escenario, los jeltzales abogarían por explorar una fórmula permitida por la UE y que mitigaría los riesgos: la configuración de circunscripciones autonómicas –en lugar de una sola de carácter nacional– que, según recordó Esteban, ya aplican «Bélgica, Irlanda o la centralista Francia». En puridad, el país galo, donde su formación también se presenta pero nunca ha obtenido representación, dejó de hacerlo en 2019 y regresó al distrito único para «reforzar el carácter europeo» de los comicios. La alternativa, sin embargo, no convence al PSOE, que para eso prefiere dejar las cosas como están y aguantar el chaparrón.
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