Nadie es más peligroso que el que se imagina puro de corazón», escribió James Baldwin. El creerse en posesión de la verdad absoluta y, lo ... que es peor, tratar de plantear la acción política como una lucha del bien frente al mal no ha conducido históricamente nunca a nada bueno. Y ahora tampoco. El discurso político hoy en España es un discurso tremendista y maniqueo, en el que cada bando hace gala de su superioridad moral frente a las ideas o intenciones de su oponente, en quien solo aprecia actitudes censurables, sustentadas en un discurso de odio y guiadas únicamente por una ambición desmedida de poder. Como si la vocación de todos los partidos políticos y de sus respectivos líderes no fuese de suyo intentar acceder al mismo.
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Que los partidos y sus líderes «ambicionen» el poder político para transformar la realidad adecuándola a lo que consideran que es mejor, gobernando, legislando o influyendo en la toma de decisiones desde la actividad parlamentaria, entra dentro de lo lógico. Otra cosa es que los medios empleados para intentar mantener u obtener el gobierno sean jurídicamente legales (algo que debería dejarse a exclusivo criterio de los expertos) y políticamente legítimos, en lo que estaremos de acuerdo siempre y cuando se admita que las consideraciones ideológicas o morales -necesariamente subjetivas- no anulan la legitimidad de las posibles combinatorias que la voluntad general libremente expresada en las urnas ha propiciado, dando representación a todos y cada uno de los electos por igual para intentar llevar a cabo su proyecto político, aunque este sea el independentismo. A menos que de lo que se trate sea de recuperar esa vieja idea acariciada por Vox y por ciertos sectores del PP y de Ciudadanos de ilegalizar a los partidos nacionalistas e independentistas. En cuyo caso, estaríamos hablando de otra cosa.
Dice Joseph Bottum: «Si crees que tus oponentes no están simplemente equivocados, sino que son el mal encarnado, has dejado de hacer política y has empezado a hacer religión». Solo que en esta especie de religión laica de tintes sectarios, basada en una ortodoxia constitucionalista adulterada por un españolismo supremacista, cuyos fieles curiosamente no tienen reparo en exhibir en las calles banderas y cánticos preconstitucionales, y que se empeña en rescatar palabras y expresiones de amarga remembranza guerracivilista, como humillación, traición y deslealtad a los valores patrios, o el amenazante 'a por ellos' y el categórico 'de ninguna manera' acuñado por Díaz Ayuso, no es posible contemplar que las ideas de tu oponente político sencillamente sean diferentes a las tuyas, sino que han de ser necesariamente taimadas y malvadas y, por tanto, merecedoras del más profundo de los desprecios y el más severo de los castigos hasta su erradicación final. Es de nuevo la lógica del 'vencedores y vencidos', donde no hay espacio para el entendimiento, solo para la rendición.
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