La última razia
En el principio fueron Iglesias, Monedero y Errejón, un dios tricéfalo para una nueva izquierda politeísta de puño en alto y ceño fruncido que fue ... llevada en volandas desde las acampadas de la indignación del 15-M hasta el jolgorio bautismal de Vista Alegre, con la sagrada misión de canalizar el mayor caudal de ilusión por el cambio que se haya generado en España en el último siglo.
Pero lo que nació de la voz de la calle, un viejo sueño de partisanos, un movimiento popular y asambleario no sujeto a jerarquías, comenzó a desnaturalizarse desde el momento mismo en que se constituyó en un partido político con vocación de «asaltar los cielos» para ocupar escaños en el Congreso de los Diputados, en representación de cinco millones de votos airados que Pablo Iglesias –la única testa coronada tras devorar a las otras dos– hizo valer a precio de oro ante la urgencia de Pedro Sánchez de llegar a la Moncloa, imponiendo a cambio su propia entrada en el Ejecutivo y la de la entonces futura madre de sus hijos, Irene Montero, quien estaría al frente de un ministerio creado 'ex profeso' para su lucimiento personal que, ironías de la vida, ha acabado siendo su tumba política, tanto por errores propios como por intereses ajenos.
Podemos conseguía romper así las costuras del bipartidismo tradicional y entraba en el Gobierno de España pisando fuerte, para escándalo de ciertos poderes fácticos que se resistieron a ello –no siempre por métodos lícitos– temerosos del alcance de algunas de las medidas legislativas de carácter social o económico que los morados pudiesen impulsar.
Lo que sigue ya es historia.
Fugaz, como todo aquello que carece de raíces profundas, el compañerismo de quienes entonaron al unísono el «sí se puede» y el «no nos representan» no logró sobrevivir ni al primer golpe de realidad faltándoles tiempo a sus líderes y lideresas para dejar constancia de que, en su seno, Podemos albergaba exactamente las mismas miserias de aquellos a quienes llamaron «casta», al embarcarse en un psicodrama delirante, digno de la vida de los Borgia, en el que les hemos visto traicionarse y pasarse a cuchillo unos a otros, victimizándose por las malas artes de la derecha, mientras el veneno del ensoberbecimiento y el personalismo totalitario corría murallas adentro. Más que realismo mágico, lo suyo ha sido hiperrealismo trágico. Una sucesión de zancadillas y purgas internas que han ido diezmando su credibilidad hasta que, de la forma más agónica, la sigla más transformadora y desafiante para el statu quo de la última década ha acabado desfigurada y reducida a su mínima expresión, disuelta como un azucarillo en esa melaza cocinada a fuego lento por la empalagosa Yolanda Díaz, que ha demostrado ser menos inocente paloma que ave rapaz, diluida sin remedio en esa nueva izquierda caramelizada suya de la que, de momento, solo se sabe que la Suma da 15, que ahora es ella quien manda y que se reserva el derecho de admisión. Ni Mario Puzo podría haber imaginado una trama fratricida con un último acto más humillante y clarificador.
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