29 de abril. Día de San Pedro Mártir. Quienes creyeron ver en la fecha elegida por el todavía presidente para dirigirse al país una señal del destino no podían estar más equivocados. Pese al elevado coste personal y familiar que conlleva el cargo, del que se sigue doliendo con rostro compungido, y sobre todo gracias al clamor popular de quienes le han suplicado que no claudique ante los envites del fascismo rampante en sesgadas tertulias televisivas y perversos medios digitales hacedores de bulos, Pedro Sánchez no sólo no dimite, sino que ha decidido quedarse al frente del gobierno para defender «con fuerzas renovadas» el fortín de la democracia.
Autoproclamado adalid de su regeneración, su discurso ha sido una pieza literaria de peronismo demagógico, con insistentes llamamientos a la movilización social y frases para la épica como: «Por muy alto que sea, no hay honor que justifique el sufrimiento injusto de las personas que más se quiere y se respeta». «O decimos ¡basta!, o esta degradación de la vida pública nos condenará como país». Y ello, tras haber mantenido cinco días en vilo a la sociedad, induciéndola a la polarización extrema, en un ejercicio de victimismo e irresponsabilidad institucional innecesario e indigno de un mandatario europeo.
Finalmente, el «amado líder» socialista ha decidido que le merece la pena quedarse y curiosamente promete redoblar su apuesta en la defensa de los derechos y libertades conquistadas, lanzando la inquietante advertencia de que su continuidad al frente del gobierno «no será un punto y seguido, sino un punto y aparte», sin precisar en qué se sustanciará tal determinación. Aunque es fácil colegir que, en esta guerra de trincheras en la que afirma que se ha convertido la vida pública, singularmente desde que él mismo se ofreciera a ser «el muro de contención» de la derecha y la ultraderecha, sus cañones apunten ya hacia cierto sector de la judicatura y algunos medios de comunicación de signo conservador.
Además de fortalecer su liderazgo dejándose querer por los suyos, Sánchez ha conseguido abrir, con su dramática sobreactuación, un falso (aunque no innecesario) debate acerca de la limpieza democrática, centrado en el lodazal en el que han degenerado la política, el periodismo y la justicia. Falso, no porque el desempeño, no siempre ejemplar, de estos estamentos no requiera de una sosegada reflexión crítica, sino porque quien lo propone, alentando desde el activismo ideológico una suerte de catarsis colectiva, no está libre de pecado y porque se basa en una premisa apriorística: la de que todas las informaciones publicadas sobre la mujer del presidente son bulos o fake news prefabricados con intención de derrocarle. Algo que solo corresponde determinar a la justicia, tras la preceptiva investigación y esclarecimiento de los hechos denunciados.
Una cosa es no confundir la libertad de expresión con libertad de difamación y otra pretender anular el derecho a la información, promoviendo una caza de brujas. Este país ya vivió durante 40 años bajo los rigores de la censura. Habrá que estar atentos.