Sin presión
Menos por crédula que por disciplinada, el domingo iré a votar. Aunque lo que me pida el cuerpo sea no hacerlo, tras haber asistido a ... una de las campañas más embarulladas y pervertidas de las que tengo memoria. Para los que viven distraídos de la política, a buen seguro no estará siendo más que un molesto ruido de fondo ampliado por los altavoces mediáticos de sus primeros espadas, quienes no han dudado en robar plano a sus candidatos y candidatas en los mítines, para hacer de ella la madre de todas las batallas. Una dura contienda dialéctica pródiga en discursos maniqueos y populistas, promesas presidenciales millonarias, peticiones de ilegalización del adversario, insultos racistas y vídeos transfóbicos. No dándole la lógica ni el tratamiento que correspondería a unas elecciones municipales o forales al uso, donde lo que elegimos es nada más –y nada menos– que «al vecino que queremos que sea el alcalde…» que diría Rajoy, sino imprimiéndole una teatralidad e intensidad casi apocalípticas y planteando estos comicios con la gravedad de un referéndum entre dos modelos ideológicos de gestión: el de la izquierda y el de la derecha, que hasta hace no demasiado sonaban a prehistoria.
Entre el duelo a cara de perro de PNV y EH Bildu, en un caso por mantener y en otro por hacerse con el control de las instituciones vascas; los saldos de Pedro Sánchez, el rey del más por menos (cada mitin una promesa, precocinada o recalentada, sin reparar en gastos, que para eso está el maná de los impuestos), en su loca carrera por la reelección; y el no menos reciclado «Todo es ETA» de Ayuso y Feijóo, ambos con la vista y la ambición personal puestas en la (des)okupación de Moncloa, a este culebrón le han sobrado demasiados capítulos. Demasiada sobreactuación, en orden a un desmesurado e impúdico tacticismo político, no tanto destinado a movilizar el voto propio y desmovilizar el ajeno, como a meter al indeciso el miedo en el cuerpo.
Resulta extenuante vivir en un país que apuesta cualquier decisión al todo o nada. «O nosotros o el caos», como en el chiste de El Roto. Me pregunto cómo debe de ser dejar de plantearse cada elección como si fuera un plebiscito y acercarse al colegio electoral sin pensar que, en ese simple gesto de introducir la papeleta en la urna, se decide todo nuestro futuro. Sencillamente porque no es verdad.
La democracia tiene, entre otras, la virtud de permitirnos rectificar cada cuatro años nuestras malas decisiones o ratificarnos en las acertadas. Por eso, en las 48 horas agónicas que le quedan a esta campaña, mi consejo es que intente abstraerse de los cantos de sirena y preste atención a las propuestas y perfiles de quienes aspiran a ocupar puestos de representación en diputaciones y alcaldías, para votar en consecuencia por el que más se ajuste a sus deseos o intereses, o para impedir que siga gobernando o llegue a gobernar quien menos le convence. No como si nos fuera la vida en ello, sino porque es un privilegio poder disfrutar del juego de la democracia. Y dentro de cuatro años, ya se verá.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión