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Migrar no consiste solo en ir de un país pobre a uno rico. O en escapar de una situación de peligro buscando sentirse a salvo. ... Migrar implica una decisión, una inversión, un riesgo y un desafío mayúsculos. El de conseguir integrarse en una nueva sociedad, donde rigen otras normas de convivencia y otras costumbres y, a veces, hasta se habla en otro idioma o se reza a otro dios. Un proceso complejo que entraña derechos y obligaciones, tanto para el que emigra como para la sociedad que lo acoge, en el que hay múltiples factores emocionales, culturales y socioeconómicos en juego. Por eso las respuestas nunca son fáciles cuando hablamos de inmigración.
Imanol Pradales se atrevió a hacerlo hace unos días, para abrir un debate sensible acerca de «la inmigración que Euskadi necesita y la que recibe». Lo que provocó la inmediata reacción de la delegada del Gobierno en el País Vasco, quien le acusó de lanzar un «mensaje de las cavernas», propio de PP y Vox. Solo le faltó decir a la socialista Marisol Garmendia que el lehendakari tiene ya un pie en la 'fachosfera', sin reparar en el efecto letal que, de ser cierto, ello tendría para el Ejecutivo que la mantiene en el cargo, y que lo dicho por Pradales no es más que lo que muchos electores vascos opinan y lo que otros líderes europeos -no precisamente conservadores- han empezado ya a poner en práctica en sus respectivos países, como el primer ministro laborista británico Keir Starmer, implementando una política de acogida «más selectiva» frente a la de puertas abiertas, sin restricciones ni filtros, que tanto está tensionando a las sociedades occidentales, abonando el terreno precisamente para el avance de la extrema derecha xenófoba en toda Europa y en el mundo.
El PNV ha advertido a Moncloa que «toman nota» de la reacción de su delegada, explicando que Pradales no ha hecho más que señalar lo obvio al recordar que, aun siendo la inmigración un factor que contribuye a equilibrar su balanza demográfica, Euskadi afrontará un enorme desafío en las dos próximas décadas con medio millón de llegadas previstas, lo que hace urgente el diseño de una política migratoria que garantice la integración de esas personas ofreciéndoles un trabajo digno, acorde a su cualificación, formación y capacidades, para hacer coincidir lo que los inmigrantes tienen que ofrecer con lo que nuestras sociedades demandan. Ello evitaría que se creen guetos de pobreza y promover un «efecto llamada» en base a las ayudas públicas, fomentando el parasitismo social.
«A Euskadi se viene a trabajar», han dicho los jeltzales. ¿A qué si no? Nadie nos debe un lugar en el mundo, pero sí el derecho a construirlo. Todos merecemos que nos ofrezcan seguridad y la oportunidad de luchar por lo que soñamos. Pero, más allá de lo justo, lo demás hay que ganárselo. Volver a aprender esto, colectivamente, sería un gesto de madurez. Y, tal vez así, la migración dejaría de ser la incubadora de conflictividad, resentimiento y fractura social que es hoy, para convertirse en una fuente real de oportunidades de progreso.
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