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En política no existen el agua y el aceite que jamás podrán juntarse. Siempre hay un matiz, un mínimo resquicio para el entendimiento en aras ... de un interés que se pretende superior. Las líneas rojas suelen desdibujarse y a menudo se traspasan por razones más o menos justificables, y lo que a priori pareciera imposible puede hacerse realidad en el momento menos pensado. Los más veteranos lo llaman pragmatismo y solía tener el poder de atracción de los polos hacia el centro político, así como la virtud de propiciar un acercamiento entre tradiciones políticas dispares, hasta que el mundo fue dividido en dos bloques irreconciliables. Y en esas andamos desde entonces, surfeando la ola de feroz radicalismo.
Menos en Euskadi, donde los principales partidos políticos parecen tener como horizonte aspiracional la conquista del centro sociológico y hasta los antaño más talibanes se han propuesto aparentar que son ahora civilizados y perfectamente capaces de superar el corsé de su propio marco ideológico para llegar a acuerdos con otras formaciones sobre temas de calado.
Es en ese escenario tan promisorio y conciliador, en el que EH Bildu, sintiéndose cada vez más cabeza de león que cola de ratón, se ha lanzado a pedir la mano del PNV para concurrir «juntos como hermanos» a las próximas elecciones generales y europeas, sobre el mínimo común denominador de la reivindicación del reconocimiento de la nación vasca, primando lo que les une por encima de lo que los separa, bajo la épica consigna de «antes el pueblo que el partido».
Una propuesta que a priori puede parecer fruto de un pragmatismo idealista bienintencionado, si no fuera porque el momento elegido para lanzarla (justo cuando la sigla EAJ-PNV se encuentra más debilitada por el desgaste propio de una acción prolongada de gobierno y su desconcertante proceso de renovación interna, y cuando EH Bildu le supera por primera vez en escaños en el Congreso de los Diputados) no es inocente y las condiciones en las que se plantea (extendiendo la invitación a Podemos y Sumar) tampoco.
Más bien parece tratarse de una manzana envenenada que los jeltzales han tenido la precaución de no morder, aun a sabiendas de que ello también acabará dando carnaza a los de Otegi para pescar en río revuelto, lanzándose a por el voto de su electorado más abertzale.
Y es que, como envolvente, la oferta no está mal diseñada (por algo el indiscutido líder y estratega de la hasta el domingo pasado «coalición» y ahora «partido único» es «perro viejo»), salvo por la obviedad de que el reconocimiento de la nación vasca y de los derechos que ello conlleva se puede defender al unísono en las instituciones estatales y europeas sin necesidad de que dos formaciones con tradiciones políticas distintas y modelos antagónicos de país concurran juntas a unas elecciones. Bastaría con comprometerse a no hacer política cainita, como se ha hecho hasta ahora en Madrid, disputándose el favor de Pedro Sánchez con miras a futuras posibles alianzas de poder, más que un auténtico liderazgo de la causa soberanista.
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