El nuevo curso político dio inicio el lunes con una entrevista a Pedro Sánchez (la primera que concedía en un año) en TVE, cuyo mayor ... impacto, a tenor de la conversación pública posterior, parece ser el hecho de que una veterana periodista optara por no jugarse el prestigio profesional y hacer su trabajo como corresponde: preguntando y repreguntando todo lo que había que preguntarle al presidente, por incómodo que resultase.
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El mero hecho de que esto sea una anomalía digna de elogio y de mención ya daría para un tratado acerca de lo que su gobierno ha hecho con la radio y la televisión que pagamos todos y el desempeño profesional de quienes trabajan en ella. Pero en este caso es de reconocer que la entrevista fue un ejercicio de periodismo impecable. Y claro, a medida que las repreguntas iban al meollo de la cuestión, el rictus de Sánchez se fue agriando y su voz se fue apagando, perdiendo el control del discurso y dejando en evidencia su profundo déficit democrático en varios momentos de la conversación.
Y no me refiero solo al hecho insólito de que un presidente acuse de prevaricar a los jueces que tienen a su mujer y a su hermano imputados (los demás hacen bien su trabajo). O a que diga que el fiscal general puede seguir siéndolo aunque deba sentarse en el banquillo de los acusados, porque él (autoerigiéndose en tribunal infalible) considera que es inocente. Sino a su incapacidad para entender lo que significa la responsabilidad política, por más que la entrevistadora le interpelara acerca de su improbable desconocimiento de la corrupción de quienes han sido sus colaboradores más directos en el PSOE y el Gobierno, llegando a preguntarle abiertamente qué tendría que ocurrir para que presentara su dimisión. Para obtener por toda respuesta un: «Ya he pedido perdón». Y, lo que es peor, a que anunciara sin rubor que no piensa convocar elecciones aunque no logre aprobar los Presupuestos que lleva dos años sin presentar a las Cortes, pues disolverlas sería, a su juicio, «una pérdida de tiempo que metería al país en una parálisis», retrasando la repentinamente impostergable agenda transformadora del Gobierno que preside y que lleva en el poder ya siete años.
Amparándose en el tecnicismo de que el país puede seguir funcionando con unas cuentas prorrogadas, Sánchez desprecia la democracia parlamentaria ignorando que los Presupuestos son la prueba de fuego para cualquier gobierno. Quienes sostienen el suyo saben que su crédito político está bajo mínimos. Si el Congreso rechaza las Cuentas públicas, el mensaje será inequívoco: el Ejecutivo carece de respaldo suficiente para gobernar, por lo que debe someterse a una cuestión de confianza. Y, si la pierde, convocar elecciones. Esas son las reglas del juego. Lo eran en 2017, cuando él mismo lo proclamaba como líder de la oposición, y lo son hoy cuando opta por atrincherarse en La Moncloa, presentando como garantía de estabilidad lo que no es más que un ejercicio de propaganda para justificar su propia debilidad y seguir anclado al poder ante un horizonte judicial incierto.
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