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La Ruta 66, el viaje que tendrá que esperar
El horizonte con el que yo soñaba desde hace años estaba en Arizona... pero el coronavirus ha vuelto a alejarlo de mi universo, ahora de terraza y periódico
Andrew Maliskas era la estrella del instituto. Generoso, buen estudiante, capitán del equipo de baloncesto, apuesto, la cabeza bien amueblada... Hablaba español como yo nunca seré capaz de hablar inglés, y eso después de haber pasado un año juntos en Newtown, Connecticut, un pueblo-dormitorio pegado a a Nueva York donde jamás ocurría nada reseñable. Bueno, eso es discutible. Nada hasta que Adam Lanza, un chaval de 20 años, descerrajase cuatro tiros a su madre en la cabeza, le robase las armas que guardaba en casa y acabase con la vida de 20 niños de Primaria y seis adultos en Sandy Hook, antes de saltarse él mismo la tapa de los sesos. Pero esto ocurrió años después de que yo pasara allí un tiempo, así que no cuenta. Andrew, procuraré centrarme, era mi amigo y quedábamos a menudo en su casa. Cuando no le birlábamos el Porsche amarillo a su padre -diseñador de joyas, relojes y complementos varios- o discutíamos estrategias para salir con la chica de turno, compartíamos planes de futuro, aspiraciones y sueños. Entre estos últimos estaba hacer juntos la Ruta 66, esa inmensa serpiente de asfalto que recorre 4.000 kilómetros a través de ocho estados de la Unión, sinónimo de aventura y libertad. Me había prometido hacerla juntos, pero muchos años después un infarto cuando se dirigía a Chicago en viaje de negocios le impidió cumplir su promesa y a mí me dejó un doble agujero en el corazón. El primero, irreparable y fruto de su pérdida; el segundo, la constatación de que hay planes que dejan de tener sentido cuando uno de sus protagonistas desaparece de escena.
Me gusta viajar. Y me he despachado a gusto en los últimos años, todo el que me conoce puede dar fe de ello. He recorrido el mundo con auténtica ansia, con avaricia por conocer todo aquello que antes había leído en los libros, pero que quería ver con mis propios ojos. Desde las tribus que habitan la curva del río Omo, en Etiopía, o el cráter del Snaefells donde Julio Verne situó su viaje al centro de la Tierra; hasta una pelea de gallos en La Habana, la Gran Muralla china o el tesoro del último Sha de Irán en una cripta acorazada de Teherán. Todo eso y mucho más. Viajar tiene la ventaja de que nunca puedes dar la misión por completada, siempre quedan lugares por ver, al menos si te mueves en un nivel económico como el de un servidor, que ha llegado a comprar los billetes de avión con un año de antelación para no comprometer la economía familiar. Pero la Ruta 66 quedaba fuera de todas las quinielas por lo que ya he explicado líneas atrás. Excusas no faltaban para explicar que nunca fuera el momento apropiado. O acababa de montar la cocina y andaba corto de dinero, o la deriva internacional aconsejaba adelantar un destino no fuera que al año siguiente fuera inviable -Yemen, Malí, Venezuela, tantos han quedado en el camino-, o como ocurrió después de visitar Irán, había países que complicaban los trámites más allá de lo aceptable.
No me pregunten por qué, pero el caso es que este año era 'el' año. ¿Una espina clavada? Sin duda. El plan que tantas veces había rechazado se había convertido en la brújula que marcaba el rumbo de este 2020. Pero ya lo dice el refrán: el hombre propone y Dios dispone. No basta con desear algo. La realidad que ha alumbrado el coronavirus ha dado un giro copernicano a nuestras vidas, que se han visto afectadas en todos los órdenes imaginables. Antes de la emergencia sanitaria, éramos libres de hacer planes y fantasear con lo que nos deparaba el destino. Ahora, nuestro horizonte vital se reduce a esa terraza a la que nos asomamos para echar un vermú, o a los diez minutos que nos lleva salir a por el periódico en un intento desesperado por recuperar la normalidad, por asegurarnos de que todo sigue en su sitio. El horizonte con el que yo soñaba estaba en Arizona, ya ven, una carretera larga y recta, con montañas a lo lejos. Muy en plan 'Thelma y Louise', lo reconozco, con Hans Zimmer rasgueando la guitarra al borde del Gran Cañón. Lo tenía todo previsto, sí señor. Un avión a Nueva York, desde allí a Chicago y un coche de alquiler que entregaría en Los Ángeles. Un Pontiac, un Mustang, quizá un Corvette... No lo hagamos más doloroso de lo que ya es, ¿de acuerdo?
Habría salido de Chicago, la 'Ciudad de los Vientos', por el Parque Grant, oficialmente el origen de esta carretera que ha sido talismána para músicos, escritores y cineastas, que se han referido a ella bien como 'La calle principal de América', 'Mother Road' o la 'Autopista Will Rogers'. Desde allí, desde la capital de Illinois, el estado de Lincoln, hasta Santa Monica, en California, habría conducido alrededor de dos semanas sin otras referencias que los moteles en mitad del desierto, gasolineras desvencijadas y cafés con estética sesentera que salpican esta ruta legendaria, la primera de todo Estados Unidos en ser asfaltada. Es el escenario de años de depresión y emigración forzosa como consecuencia del 'Dust Bowl', las tormentas de arena y la sequía pertinaz que relató John Steinbeck en 'Las uvas de la ira'. Pero también del 'On the road' de Jack Kerouac, guía espiritual de la generación beat. Seguro que recuerdan a Peter Fonda, Dennis Hopper y Jack Nicholson a lomos de sus motos en 'Easy Rider', estandarte de la contracultura.
Chicago, Springfield, San Luis, Joplin, Tulsa... Todos esos nombres traen a la memoria la epopeya de un país en movimiento, siempre hacia el oeste. Imagino en la radio del coche a Chuck Berry tocando 'Get your kicks on Route 66' y recomendando no olvidarnos de hacer un alto en Winona y en Oklahoma City, «oh, so pretty». Las referencias son innumerables. En Amarillo, Texas, espera uno de los lugares más reconocibles de la Ruta, el Cadillac Ranch, diez descapotables hincados en el suelo polvoriento y cubiertos de graffitis, mostrando sus traseros a la cegadora luz del sol. ¿Un mensaje subliminal? Pueden apostar a que así es. Lo firma Ant Farm, un grupo hippie de los años 70. No es el único referente cultural que nos sale al paso. A los amantes del cine no les costará reconocer algunos de los hitos que se levantan a ambos lados de la carretera. Lugares como el Roy's Motel & Café, en Amboy, California, donde Brad Pitt rodó algunas de las escenas de 'Kalifornia'. O el Bagdad Cafe, donde está ambientada la película del mismo nombre. A la entrada de Los Ángeles se encuentra también el Bob's Big Boy -lo recordarán de 'Heat', con De Niro ofreciéndole a otro exconvicto que cambie las parrillas por un sabroso atraco a un banco-. Aunque si de cine se trata esperen a llegar al Monument Valley, elevado a la categoría de leyenda de la pantalla por John Ford ('La Diligencia') o Ridley Scott ('Thelma y Louise').
En este universo de carrocerías cromadas, moteros con aspecto patibulario y gramolas que suenan 'softly' en el diner; de buzones en mitad de ninguna parte y surtidores de gasolina que parecen ser lo único en cien kilómetros a la redonda que ha sobrevivido a un cataclismo nuclear; de controles de policías que miran desde detrás de sus gafas de espejo y reservas indias más mustias que un sótano sin barrer, hay todo un imaginario popular que resulta familiar aunque no lo hayamos pisado nunca. En Holbrook, Arizona, el hotel Wigwam ofrece tipis, las tradicionales tiendas indias, como habitaciones. Seguro que nunca encabezará ningún ranking de comodidad -la carretera discurre literalmente a un paso-, pero lo crean o no siempre está lleno. O Seligman, Arizona, ciudad extravagante donde las haya, rescatada in extremis de la extinción por sus habitantes, que la convirtieron en un auténtico parque temático, llenándola tiendas de souvenirs y alojamientos para los incondicionales de la carretera, como el Historic Route 66, el Supai... También de restaurantes como el Delgadillo Snow Cap, consagrado por obra y gracia de sus hamburguesas y patatas como templo del colesterol.
En un país tan inabarcable como Estados Unidos, la Ruta 66 sirve también de trampolín para presenciar rincones con encanto que se salen del guión. Desde aquí parte el Grand Canyon Railway, una alternativa muy recomendable para quedarse unos días por esa gran cicatriz que forma el río Colorado al paso por Arizona. O la carretera 375, en Nevada, más conocida como la Autopista de los Extraterrestres, posiblemente el lugar del planeta donde se han producido más avistamientos de ovnis. Allí nos aguarda, dicen, el Little A'le'Inn, el único bar de Rachel, un antiguo asentamiento minero donde la especialidad es la Alien Burger y «los terrícolas son bienvenidos». Cuando la pandemia sea sólo un mal recuerdo y recuperemos nuestras rutinas, estaría bien dejarse caer por allí, mirar a los ojos a los nietos de E.T. y hablarles de las bondades del planeta; de que han disminuido los niveles de contaminación -a la fuerza ahorcan- y que los humanos -quién lo diría- vuelven a soñar con hacer el amor y no la guerra. No sé, convencerles de que todos los mundos posibles están en este. Y que una carretera lo cruza.
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