El Oosterdam, una ciudad flotante con calabozo e incluso morgue
Javier Sagastiberri
Miércoles, 31 de julio 2024, 00:20
Embarco a media tarde en el Oosterdam. Es un navío enorme con doce cubiertas o niveles, capaz de alojar a más de 2.000 pasajeros y con una tripulación cercana al millar de personas. Me dijeron en la agencia que se trataba de un barco mediano, no me imagino uno de los grandes, para más de 5.000 pasajeros. Este ya se asemeja a una ciudad flotante, es un hotel de lujo con servicio médico, restaurantes y bares, un casino, gimnasio y piscinas. Tiene calabozo para posibles delincuentes e incluso una morgue. Sobre esta he de decir que me pareció una necesidad en un barco donde abundaban los ancianos de 80 años y donde había infinidad de pasajeros con muletas y andadores, viajeros que no desembarcaban en ninguna de las escalas y su crucero consistía en la pura navegación y en la visión de los diversos paisajes desde la terraza de un camarote de lujo. Estoy casi seguro de que en cada travesía al menos dos o tres de ellos fallecen, es pura estadística. De hecho, tengo la desagradable certidumbre de que conocí a uno de los destinados a finalizar allí la aventura de su vida: un amable octogenario aficionado al juego. Era de Carolina del Norte, pero hablaba español, pues su familia materna era uruguaya. Simpatizamos y pude comprobar que todos los días a las ocho de la tarde jugaba una o dos horas a la ruleta. Desapareció al cuarto día y ya no volvió por el casino ni le vi más por el barco. Descanse en paz.
Respecto al gobierno de la nave hay que decir que el capitán no sólo ejerce su autoridad sobre la tripulación, sino que para los pasajeros viene a ser más poderoso que el gobernador de una provincia en el Imperio romano. Puede variar el itinerario del crucero en cualquier momento y sin previo aviso. Se supone que no lo hará por razones peregrinas; siempre lo justificará, y así ocurrirá más de una vez durante el viaje, por motivos de seguridad.
La primera decisión la toma incluso antes de zarpar. Nos demoramos unas horas para esperar a unos pasajeros del norte que no han podido llegar a tiempo. Nunca sabremos si eran muchos o se trataba de unos pocos, pero ricos e importantes. Esta decisión nos afecta a todos: perdemos la primera escala en Puerto Montt.
Ocupo el camarote interior que me han asignado. Se presentan Pi y Gi, los camareros de mi cubierta: amabilísimos y muy profesionales. El camarote tiene una cama de matrimonio amplia y cómoda, una mesita con una silla, televisor y un baño con ducha. No está nada mal, soy consciente de que estoy en un crucero de lujo.
Para la cena me asignan una mesa que sólo ocuparán otros dos pasajeros con los que cenaré casi todas las noches. Alice es de Lucerna y es profesora particular de violín. Beate es también suizo, reside en Zürich y vive de las rentas, tras haber vendido una empresa de material sanitario. Alice habla varios idiomas, entre ellos el español y Beate sabe algo de italiano. Como los tres hemos estudiado algo de inglés, pero no lo manejamos con fluidez, conseguimos entendernos de manera cabal. Me percato enseguida de que estoy en un crucero de lujo cuando los suizos hablan de sus viajes; lo conocen todo: han estado en Tailandia y en Japón, en Nueva Zelanda y en Sudáfrica. Conocen de primera mano que en el país vasco se come muy bien, pues ya han visitado restaurantes de Bilbao o de Donostia. Alice ya ha viajado a la Antártida en una ocasión anterior y Beate tiene programada su quinta visita a la isla de Pascua tras este crucero. Y hablan de todo ello con la naturalidad con la que nosotros comentamos entre amigos una excursión a pueblos de Burgos o de Cantabria.
En días posteriores conoceré a otros viajeros y todos sin excepción serán mucho más ricos que yo. Abundan los norteamericanos; más adelante me entero de que el 80 por ciento de los pasajeros lo son. Y el barco no sólo es un hotel de lujo, sino una máquina de exprimir dinero perfectamente engrasada. Los holandeses nunca defraudan en ese sentido: son maestros a la hora de poner precio a sus servicios y jamás se equivocan a la baja. Y los norteamericanos ricos y despreocupados son sus víctimas propiciatorias.