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Eslovenia: Las Crónicas de Narnia y mucho más
Tengo la sensación de que Eslovenia es una gran desconocida. Así que voy a tratar de arreglarlo, tras mi reciente viaje a este increíble país
Cristina Maruri
Martes, 4 de agosto 2020, 00:19
Mi punto de partida es su capital, Liubliana, situada en el centro. Pequeña, ordenada, coqueta y bien conservada. Con una población de trescientos mil habitantes, que mañana, tarde y noche se repliegan en torno a su columna vertebral: el río. Que da nombre a la ciudad, y que limpio y sereno la recorre, asomando a sus orillas bellos edificios, restaurantes, terracitas, balcones llenos de flores y muchos dragones por ser uno de sus símbolos. En la cima de la colina observándolo todo y a todos, está su castillo.
El lago Bled es visita obligada. Mire por donde se mire, cualquiera de sus fotografías es de postal. Y cualquier pluma que sobre él escriba, lo ha de hacer en poesía. Aunque con castillo en abrupto acantilado, es la isla natural única en el país y que emerge de su medio; la que lo define. Siendo coronada por una iglesia que hace sonar cada cuarto de hora, una romántica campana. Embarcaciones tradicionales de madera o Pletnas, te acercan hasta los pies de sus noventa y nueve escalones.
Son exquisitos los balnearios y hoteles se esconden tras el follaje que rodea al lago. Sus inadvertidos y privilegiados huéspedes pueden untar la tostada con mantequilla y mermelada, escuchando sólo y solamente el trinar de los pájaros.
El castillo de Predjama es fascinante. Tanto por su singular belleza como por su incardinación al estar excavado en roca. Es un castillo de cuento, pero lo que hoy te voy a contar es su historia. Se construyó en el siglo XII se reconstruyó en el XV, y su propietario fue un ladrón perseguido y asediado durante más de un año, hasta que un sirviente lo traicionó. Encendiendo una vela en su cuarto de baño donde murió. Y todo esto lo he sabido por mi buen amigo el escritor esloveno Gregor Födransperg.
Los alpes julianos destacan a lo lejos por su altura y su blancura. Por su terminación piramidal que inevitablemente nos traslada al incomparable Egipto. Lugar de competiciones deportivas en invierno y paraíso de ciclistas y senderistas en verano. En sus faldas se encuentran confortables resorts, con todo lo necesario para el disfrute de unas más que saludables vacaciones. Absortos y absorbidos siempre, por una envolvente y elocuente naturaleza.
El Valle de Soca es lo mismo que decir Las Crónicas de Narnia, puesto que allí se rodó el aclamado film. Son las aguas de su río azules, azules, azules. Consecuencia del sol, del cielo, de los árboles, de la piedra caliza de su lecho; y de la absoluta ausencia de polución e injerencia humana. Aguas azules, transparentes y frías. Sumergirse en ellas es aplicarse un bálsamo para nuestro cuerpo y nuestra alma. Tantas veces azorada y a menudo empujada por el contemporáneo estrés.
Y del río llegamos al mar. Adriático de nombre. Baña costas en varios menudos países, pero no por ello reducidos en belleza, nobleza o historia. Elijo Piran. Por su amplia plaza con abertura al puerto. Por sus casas de colores, por sus callejuelas empinadas y venecianas. Por su majestuosa muralla, desde donde nuestra mirada se alarga y se detiene, para recrearse en la armonía del conjunto. Justo antes de emprender vuelo hacia la eterna inmensidad del mar. En un atardecer, te lo aseguro, irrepetible.
Termino rozando Croacia. En este parque natural invadido por salinas centenarias. Todo un lujo, un espectáculo para la vista y el olfato. Llaman mi atención, las parcelas de arena encerradas en madera. Las vías oxidadas, los vagones, los montones. No he visto brillantes tan brillantes ni tan vivos, como esos granos húmedos recién recolectados, que llevo a mis manos. Durante unos momentos soy consciente, de que albergo en ellas las tres cuartas partes de un universo llamado Tierra.
Y termino este maravilloso viaje, con la esperanza de que comenzaré otro no menos maravilloso, muy pronto.
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