El anfiteatro que mira al mar
Cudillero (Asturias) ·
Casonas indianas, faros desafiantes y brañas asomadas a acantilados de pesadilla habitan el pueblo más colorido y pintoresco de AsturiasDecía Ortega y Gasset que cada uno somos nosotros mismos y nuestras circunstancias. Lo digo porque mi primer recuerdo de Cudillero no tiene tanto que ver con su lienzo colorista de casas desparramadas por la ladera del monte, de rederas entregadas a coser desgarrones o de la lluvia cubriendo con su fino barniz los adoquines que forran la carretera hasta acabar muriendo en el muelle. Mi primer recuerdo, insisto, guarda relación con un virrey a la sidra en cazuela de barro; la carne untuosa debajo de esa piel rojiza, descansando sobre una cama de panaderas, proclamando en silencio que la perfección tiene muchas caras.
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De todos los pueblos marineros del Cantábrico, Cudillero es el único que no se ve desde tierra ni desde el mar, consecuencia de habitar un recodo que tiene mucho de pliegue, de refugio al abrigo de las tormentas. Es, por así decirlo, invisible, tanto que hace falta estar dentro de su malla urbana para abarcarlo con los ojos, una mirada siempre asombrada de que el caos se pueda desplegar con tanto orden y concierto. Un mosaico de casas coquetas y arracimadas, de fachadas pintadas de añil, de rojo pasión, de verde clorofila y blanco marfil como el traje de una novia. Todas envolviendo un paisaje de postal, como un anfiteatro de luz y de color; el cofre de un tesoro esperando a su pirata.
Por sus dimensiones, Cudillero es uno de esos enclaves que se prestan a recorrer sin plano, donde callejear sin rumbo fijo es, más que una posibilidad, una premisa irrenunciable. Tendremos así la oportunidad de cruzarnos con los 'pixuetos', como se conoce a los oriundos de este pueblo de pescadores, enfrentados desde siempre a los caízos y vaqueiros, señores de las brañas o praderías donde pastaba el ganado y a los que en el colmo del desprecio los antiguos no permitían entrar a la iglesia y obligaban a recibir la comunión a las puertas del templo.
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Tres horas y cuarto desde Bilbao por la A-8 a lo largo de 314 kilómetros, 30 minutos más si arrancamos en Vitoria.
Cualquier recorrido parte de la Plaza de la Marina, donde un bosque de toldos y sombrillas da cobijo a infinidad de mesas. El pueblo, ya lo advertimos, se disfrua con los cinco sentidos, el primero la vista, pero seguido de inmediato por el olfato y el gusto. La merluza de pincho, la fabada, las zamburiñas y las andaricas, el chorizo a la sidra, el arroz con leche o el cachopo relleno de queso azul. Y no olvidemos el curadillo, una especie de tiburón al que se saca primero el aceite del hígado y luego se pone a secar tras lavarlo en agua dulce. Un plato tradicional consumido por los pescadores en tiempos de penurias, cuando no podían salir a faenar.
Desde allí, los pasos conducen hasta la lonja rehabilitada -impecable con su cenefa azulona y el blanco espumeante-, el Ayuntamiento encaramado al Baluarte o la iglesia marinera de San Pedro, saltando entre tiendas de souvenirs, charcuterías y ultramarinos que hunden sus cimientos en la noche de los tiempos. Aunque hayamos empezado a ras de agua, y por aquello de bajar la comida, la visita a Cudillero pasa necesariamente por ganar altura y disfrutar de una ruta de miradores. El primero el de la Garita, en la Atalaya, desde donde ver el pueblo, el puerto y el faro que se alza sobre la punta de Roballera. Pero hay muchos más: el Pico, Cimadevilla, el ya citado Baluarte o el del Contorno. Andar, esa es la consigna, porque el que algo quiere, algo le cuesta.
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El concejo no acaba en la villa. La línea de costa, esculpida como dientes de sierra, atesora un rosario de playas que bien merecen una visita -el Silencio, Oleiros, Aguilar o la Concha de Artedo-, mientras que más al interior, en el Pitu, se levanta el Palacio de los Selgas, una mansión con obras de Goya y el Greco. Y un último consejo. A 11 kilómetros del pueblo, el cabo Vidio ofrece vistas espectaculares sobre acantilados de pesadilla. Allí, un banco aislado en la terraza orientada a la puesta de sol se alza como una suerte de altar donde abrazar el rugido de las olas que se estrellan peñas abajo. Desde donde estoy, veo a una pareja recibir la lluvia sobre la cara. Como si comulgaran.
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