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El caso de Pablo Ibar nos conectó de un modo vicario con esa realidad que veíamos en las películas. De pronto, era el sobrino de Urtain el que estaba, vestido con un mono naranja, en el corredor de la muerte. Que la acusación que lo había llevado a un lugar semejante pareciese tener una endeblez escandalosa nos situaba un paso más allá, pero siempre dentro de una lógica influida por la ficción: unos buenos abogados respaldados por la suficiente cantidad de dinero y capacidad de presión conseguirían que se hiciese justicia. Como pasa en todas esas películas edificantes sobre la pena capital. La certeza colectiva de que en el cuarto juicio Pablo Ibar iba a ser al fin absuelto era generalizada, evidente, casi absoluta. Solo sus familiares confesaban que, después de tantos años y de haber visto tantas cosas, no se permitían el lujo de ser optimistas. El veredicto llegó ayer por la tarde y fue helador: el jurado, por unanimidad, consideró a Ibar culpable.

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