Cuesta arriba
Es hora de dar la vuelta a términos despectivos como maquetos o charnegos y reapropiárnoslos como valioso signo de identidad
En el pueblo andaluz al que regresábamos todos los veranos, Pepe, Luisa y sus tres hijos eran -y siguen siendo- «los de Cataluña»; también estaban « ... los de Valencia», «los de Madrid» y, por supuesto, «los de Bilbao». Pepe y Luisa tenían una casa muy espaciosa que aún conservan, rodeada de árboles frutales, con un gran porche en el que cenar a la fresca. Me gusta pasar por allí de camino al río. Hace unos años, los visité en Barcelona. Vivían en un piso muy pequeño -nada que ver con la frondosidad de la casa andaluza-, situado en el distrito de Nou Barris, que también comprende el barrio de Torre Baró, célebre ahora por la película 'El 47'.
Nou Barris fue punto de acogida de una parte importante de la emigración obrera que llegó a la ciudad condal en los años 50 y 60 del pasado siglo XX. Yo nunca había estado por allí, pero detecté rasgos que me resultaron familiares: los acentos de las personas que me crucé por la calle, el feísmo abigarrado de los bloques y una energía muy concreta. Pepe y Luisa me enseñaron la vivienda. Nos detuvimos en uno de los dos dormitorios, un espacio minúsculo con unas literas y una mesa de estudio. Luisa, con voz emocionada pero sin ninguna solemnidad, me dijo: «Aquí hemos sacado adelante a los tres». Y así fue: con mucho trabajo los criaron, les dieron carreras universitarias -algo que representaba una gran satisfacción- y les mostraron de paso una manera de estar en la vida. Lo mismo que mis padres hicieron conmigo.
Aquel día comprendí que los que en nuestro pueblo andaluz éramos «los de Cataluña», «los de Valencia» o «los de Bilbao» compartíamos una misma genealogía: éramos hijos e hijas de la emigración; éramos aquellos a quienes algunos llamaban charnegos, maquetos o coreanos.
Torre Baró y la épica de 'El 47' nos recuerdan nuestra propia historia: en el año 1955 había en Bilbao 32 barrios de chabolas que acogían a 3.702 habitantes; en 1959, el número personas que vivía en chabolas ascendió hasta las 26.314. En aquel entonces Bilbao era muy próspera y no dejaba de expandirse. Su actividad económica e industrial atrajo a muchos trabajadores y no había viviendas dignas para todos, así que con materiales que tenían a mano construyeron, por las noches, para no tener problemas con las autoridades, unas casas muy precarias que no disponían de agua corriente ni de luz. Monte Cabras, Masustegi, Ibarsusi y el paradigmático Uretamendi son algunos de los nuevos barrios que surgieron del impulso decidido de quienes solo miraban hacia un futuro mejor.
Al principio, los barrios de chabolas no se mencionaban en ningún periódico, era como si no existieran. Por eso el hecho de que el Belén Viviente de Uretamendi ganara el concurso de belenes en 1955 fue una forma de visibilizarlos. Torre Baró tampoco parecía existir para el transporte público, por lo que Manolo Vital secuestró el autobús de la línea 47 con el propósito de demostrar que el Ayuntamiento mentía al decir que los autobuses no podían subir aquellas cuestas. Aquí y allí costaba mirar hacia los barrios de las montañas.
Siempre me ha llamado la atención, a pesar de que fueron miles de personas las que llegaron a Bilbao para trabajar, el reflejo escaso que han tenido aquí a través de la literatura o del cine. En todo caso, es justo mencionar las películas de ficción 'La máquina de pintar nubes', de Patxo Telleria y Aitor Mazo, o 'Érase una vez en Euskadi', de Manu Gómez, así como los documentales 'Ocharcoaga', de Jaime Grau, 'Tetuán', de Iratxe Fresneda o 'La fábrica de mi padre', de Mikel Toral y Txutxi Paredes. Si miramos a la literatura, destacan, sobre todo, 'Cacereño', de Raúl Guerra Garrido, y 'Antonio B. el Ruso', de Ramiro Pinilla o 'Riomundo' de Jon Maia. Más recientes son el valioso ensayo 'Este barrio de barro', de Unai López Simón, y el cómic 'Las casitas de hojalata', de Josemi Benítez.
Con el paso del tiempo, las condiciones de vida en esos asentamientos mejoraron mucho, pero sorprende que aún asistamos a determinadas conquistas: volvamos a Masustegi, a ese barrio en cuesta, de casitas bajas y plazoletas adornadas con plantas. Hace unos meses, la Junta de Gobierno aprobó la construcción de un ascensor en Lezeaga (que se suma a otro en ejecución), en la parte baja del barrio. Han tenido que pasar, por tanto, setenta años para que el barrio cuente con su primer ascensor. La accesibilidad de todos esos barrios es ahora indispensable porque aquellos que emigraron, como Pepe y Luisa, han envejecido.
Hace unas semanas, el guionista catalán Eduard Sola se declaraba «orgullosamente charnego». Su discurso nos emocionó a quienes fuimos aquí hijos de maquetos. Es el momento, pasadas tantas convulsiones y superado el proceso de integración, de dar la vuelta a una terminología despectiva y de reapropiárnosla como valioso signo de identidad.
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