Se ha detenido -¿o quizás no?-, solo un instante: para que yo pueda montar el móvil y tomar la instantánea, que me llevaré conmigo, claro, ¿ ... qué otra cosa? Se ha detenido, en un impulso ancestral, para ser observado. Extrañándose de que me extrañe. ¿De dónde viene? Posiblemente del cauce seco en permanente estiaje, a cientos de pasos de andadura de sus pies descalzos, desde la ciudad. El cauce con espinudas ramas flácidas sin hojas ni flores. Ese cauce que en años caprichosos -lo recuerdan los viejos de pupilas desgastadas, y con memoria- se irrita en un turbión de gangrenadas aguas con remolinos de barro y jirones de telas de percal estampadas en colores básicos (descoloridas, sin embargo) flotantes, y cuyo destino es arrasar la capital toda suburbial, empezando por los barrios extremos y arrastrando en la calle principal los tenderetes de mercancías. En las márgenes de ese cauce enjuto el ¿niño? tronchó las ramas que carga sobre su cabeza, abrazadas como un trofeo.
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Vuelve a casa, seguro, no reconoce otro espacio: donde le aguardan correteando tras el pelotón de trapos sus hermanos pequeños. Uno, yo, ha vivido y leído en Europa, país imaginario desde aquí. Y ve a la criatura aferrada a su tarea de portador de tibieza, cómplice del día a día. Luego, adulto y en la vejez, igual: no le será aplicable el valsecito peruano (lo recojo de Vargas Llosa) que reza amargo «Yo te pido, guardián, que cuando muera, /borres mis rastros.../y écheme en el olvido,/ pues mi existencia queda terminada».
Él, con su andar y su presencia, está más bien recordando los versos de Quevedo: «Serán ceniza, mas tendrán sentido,/ polvo serán, mas polvo enamorado». ¿De qué cosa? Del hecho de vivir, sencillamente: que reclama una flor, aunque sea de cardo de erial, sobre cada tumba.
Alcanzar la costa en el cayuco, o a nado tras saltar desde la borda, es caer de golpe en la gloria y el bienestar
No acierto a averiguar su edad, la del niño, o niña, de Camerún, digo: ni por aproximación. Imagino que el techo de la brazada de ramas sobre la crencha deshilachada de su pelo (hablar de cabello sería una ironía cruel) es el tope de su tiempo. No va a crecer más. Se comprime a sí mismo. La 'circunstancia' le abruma: no le queda resquicio para mirar hacia lo alto, el camino le urge a considerarlo -como su familia le urge a que llegue- para que sus pies desnudos no tropiecen en las piedras. Si guardase humor, y tuviese radio, y en la sintonía de música ligera escuchase corridos mexicanos, ¡qué cúmulo de íes condicionantes!, se cantaría a sí mismo (y esbozaría una sonrisa, al escucharse): «Una piedra en el camino/ me enseñó que mi destino/ era rodar y rodar ...también me dijo un arriero/ que no hay que llegar primero/, pero hay que saber llegar».
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Se lo contó alguien, que regresó de visita al poblado-ciudad: alcanzar la costa en el cayuco, o a nado tras saltar desde la borda casi acostada en las olas, es como ser arrastrado por la riada y caer de golpe en la gloria y el bienestar, que dicen que existe, hay quien lo experimentó.
Quizás es en ese momento, en el instante fugitivo en que aprieto el clic de mi móvil-cámara última generación, cuando el negrito que no volveré a ver sufre el rapto orgiástico de buscar la mar, allá donde se encuentre, y lanzarse a las olas de placidez engañosa, hundiéndole el pecho de la proa en vaivén con grafitis retozones de colores naíf, para llegar a esa tierra prometida, ¿para los 'pirados'? que 'suena Europa: prefijo 'eu', de bondad y abundancia en cualquier caso, en idioma akkadio, salida o puesta del sol, o ambas cosas, y en griego (lengua máter universal) 'ojos abiertos', ¿seguro?
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No ha habido ocasión -no la he buscado, o sería fugitiva y para el olvido- de entregarnos recíprocamente nuestros nombres. Las identidades totales quedan inéditas, un interno gusanillo de acero nos dice que sería ineficaz, ¿quizás no? Comprometido, mejor. Yo tendría que asumir que la niñez del próximo-ajeno, la frescura cuyo aliento cansado me llega, pide que le ayude a forzar el empeño loco de hacer rechinar los goznes de las puertas de Europa o, en sentido inverso, agrandar las tablas que cierran las chabolas de África hasta convertirlas en puertas abiertas a nuestro 'back ground' -qué pretencioso y cursi suena, ¿verdad?-. Estoy en trance de exclamar, con el vasco-castellano Unamuno: «Ensancha las puertas, Padre/ porque no puedo pasar/, las hiciste para niños/ yo he crecido a mi pesar».
Pienso que a Europa le va faltando querer cargar sobre su cabeza ramas secas con que hacer cálido fuego para sus hogares. Y que, sobre la crencha de unos 'pies mojados' también pueden entrarnos brazadas del oro que no se gasta. Fue el logro de 'nuestra' emigración interior en el siglo XX.
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