El poder como máscara

Las instituciones representativas están siendo vaciadas de contenido a fin de que la imagen del Líder, con mayúscula, se afirme sin obstáculo alguno

Domingo, 31 de enero 2021, 02:55

Ante la ceguera voluntaria de la historiografía revisionista, el valido Manuel Godoy decidió un día despegar de su fructífera asociación con Carlos IV y María ... Luisa, y jugar su baza personal en el ascenso al vértice del poder. Napoleón era el amo de Europa y más valía enfeudarle España si de este modo él podía alcanzar lo que llamó su «independencia», lograda en 1807 con la promesa de medio Portugal bajo su soberanía. Para avanzar en esa línea, había que ocultar el hecho de que solo contaba su ambición; por eso, en su comunicación con los Reyes el desastre de Trafalgar nunca existió. Ellos se enteraron por otra vía, con gran retraso y a medias de lo ocurrido, y dieron la noticia a Godoy, que éste procedió inmediatamente a edulcorar, hablando de un solo navío apresado y de que «ha sido muy feliz el combate». La realidad sobraba.

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Un viejo amigo, economista interesado por la historia, me comentó hace algún tiempo que Pedro Sánchez era el heredero de Godoy. La comparación me pareció en principio absurda. En un aspecto relevante sigue siéndolo: uno lleva la marca de la agonía del absolutismo y otro actúa en una democracia. Pero al contemplar la retransmisión del discurso de Pedro Sánchez en la reciente reunión del comité federal del PSOE observé que sí había un punto sustancial en común. Así como para Godoy la rota de Trafalgar no existió, para Sánchez sobraba la dimensión trágica de nuestra realidad, el avance imparable de contagios, UCI y muertes por la pandemia. En la prolongada disertación hubo una breve referencia al confinamiento inicial y luego a la feliz era de la cogobernanza, para inmediatamente pasar al lado enteramente positivo de la acción de su Gobierno no dejando «a nadie atrás». A partir de ahí lo que debía haber sido un examen público de conciencia, acompañado de una marcha fúnebre, se convirtió en un relato de éxitos en cadena a los acordes de una marcha triunfal.

La política se convierte así en una representación de teatro en la era digital. El pobre Godoy tenía problemas con su engordamiento cuando le pintaba Goya. En Sánchez todo es perfecto, con los toques de incipientes canas -precio de su entrega al país-, la estampa juvenil y una dicción y un gesto bien medidos. Todo está diseñado para producir un efecto de inversión, convirtiendo la peor situación de Europa occidental, gracias a su «progresismo» y a la resiliencia de los españoles, en premisa de un tiempo feliz. Como el que Godoy auguraba después del «feliz combate» en Trafalgar.

Incluso encaja el también medido distanciamiento de Podemos, necesario ante el espectáculo que contemplan socialistas y ciudadanos en general, de una parte del Gobierno metiéndose una y otra vez con la política de Sánchez (de Sánchez no, perdón, de este y aquel de sus ministros: Iglesias sabe dónde golpear). El silencio del líder de Podemos, después de lo dicho el sábado 23 por Sánchez, prueba que todo estaba debidamente acordado. En la escena política actual el protagonista es siempre la máscara.

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La cuestión es si la vida democrática sale indemne después de este experimento de mutación, ya que en su curso las instituciones representativas son inevitablemente vaciadas de contenido a fin de que la imagen del Líder, con mayúscula, se afirme sin obstáculo alguno. Su proyección pública consistirá en un ejercicio permanente de propaganda. Adiós molestas sesiones parlamentarias a cara de perro frente a la derecha. Adiós debates internos en el PSOE, por lo demás sofocados ya desde que Sánchez se hizo con el mando en el partido. La pandemia ha hecho posible que la reunión del comité federal pase a ser un estricto espectáculo, donde sus miembros son el coro que aplaude todo lo que les dice Sánchez, con sus caritas expresando gestos de aprobación desde las mini-pantallas. No es ya que los partidos sean formaciones oligárquicas, sino que sus supuestos órganos de dirección se reducen al papel de cámaras de registro de las decisiones de uno y en repetidores de un asentimiento que intentan extender al conjunto de la sociedad.

El episodio Illa no es sino la culminación de este proceso. Casi un año de estancia al frente de una gestión sanitaria protagonizada por la terrible pandemia no se ha traducido en reproche superior ni en autocrítica alguna. «No tengo nada de que arrepentirme», proclama con suficiencia al pasar de ministro a candidato a la presidencia de la Generalitat. Los españoles somos los peores en covid, pero los mejor gobernados, nos transmite el tándem Sánchez-Illa. A éste no le conmueven ni el atraso inicial, ni la estupidez de «la nueva normalidad», ni el evidente fracaso de una cogobernanza en la que Sanidad falló a la hora de coordinar. Y para ello, fuera democracia: ni rendir cuentas ante el Congreso ni en una simple rueda de prensa. La inversión de la realidad ha funcionado: ya que no salvó a los ciudadanos del covid, salvará a Cataluña. ¿Cómo superar esta deriva?

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