Una pelea de bar
Reflexionemos sobre los peligrosos discursos sociales que contribuyen a que jóvenes que solo conocen la situación de paz vean al discrepante como enemigo
Si hay una película que he visto cientos de veces, esa es 'Conspiración de silencio' (Bad Day at Black Rock) del director John Sturges. Y ... mi obsesión por la misma no lo era porque me fascinara esa mezcla de cine negro y wéstern crepuscular, que también, sino porque pocas escenas han reflejado tan bien el matonismo generado en una población dominada por el odio como aquella en la que Spencer Tracy es humillado y acosado en el bar del pueblo por un impresionante Ernest Borgine, perfecto en su papel de estúpido villano. Una escena que fue habitual en nuestros bares y tabernas, más en espacios dominados por los tentáculos de aquella siniestra dictadura de ETA, aquellos 'espacios liberados' en su demencial lenguaje.
Todos en este país hemos presenciado algún episodio similar al de la taberna de Black Rock, casi todos en este país hemos callado cuando se hacía mofa o escarnio de un militante o concejal de un partido constitucionalista, de un integrante que había sido reconocido como «de Gesto» o de alguien que llevara «el lazo azul», casi todos hemos bajado la mirada cuando entraba un grupo de jóvenes afines a la 'mafia' lanzando gritos, cantando canciones o recolectando dinero. La actitud más prudente era callar y seguir bebiendo con la cuadrilla, aunque el sabor del zurito o el kalimotxo se tornara de un amargor extremo en nuestra boca.
Ocurría allí, en la mesa de al lado, lo sufría «un español de mierda» o un «españolazo», un ser invisible para los clientes del bar, solo o arropado por algún amigo que, casi siempre entre insultos, se llevaba a la víctima deprisa para evitar una agresión. Era esa misma conspiración de silencio de Black Rock, esas mismas justificaciones para la agresión, ese miedo paralizante que nos hacía callar ante la injusticia que se estaba cometiendo contra un convecino, nuestro 'komoko' japonés particular, el 'otro', 'el enemigo' a batir.
Pensábamos que ese odio fanático, inoculado a sectores de nuestra juventud durante décadas, desaparecería definitivamente con el fin de ETA. Nos equivocamos, en parte por ingenuidad, pero también porque no fuimos conscientes de que el fin de la violencia practicada con pistolas no significaba el fin de los discursos de odio, no significaba el fin del sustrato ideológico que convertía a una parte de nuestra ciudadanía en 'ciudadanos a expulsar' o en 'ciudadanos de segunda'. Ese discurso que distingue rechazo de condena, al que en mi opinión se ha normalizado con excesiva prisa, sigue construyendo la imagen simbólica de lo 'nuestro' y, por oposición, del 'otro'.
Y así, de forma recurrente durante estos últimos veinte años, hechos de matonismo como el ocurrido en el Casco Viejo vitoriano se nos han presentado ejecutados por esos mismos grupos 'abertzales' que han cambiado de nombre, pero no de objetivos; esos mismos que mezclan ideología con los colores de un club de fútbol o un grupo musical, y para los cuales las palabras convivencia y respeto no sirven sino para quienes forman parte de la tribu.
No tengo todos los datos sobre lo ocurrido a Iñaki García Calvo, tampoco pretendo sobredimensionar los hechos, pero la motivación que subyace a este tipo de comportamientos debería hacernos reflexionar sobre nuestra pasividad y sobre los peligrosos discursos sociales que contribuyen a que jóvenes que no han vivido sino en una situación de paz estén viendo al discrepante como a un enemigo. A buen seguro no es ajeno a todo ello el clima de polarización política que vive el país y la impunidad con la que los discursos de odio se adueñan de las redes sociales, pero si no asumimos que ser padres o profesores (y siempre reivindico que todos los ciudadanos y ciudadanas somos educadores) es fundamentalmente un trabajo a emprender desde el amor, si reímos las gracias de estos aprendices de tiranos o las justificamos aludiendo a que «fue una pelea de bar» no estaremos sino negando la realidad y, por lo tanto, hipotecando nuestro futuro de convivencia.
No faltará quien diga que al escribir esto estoy defendiendo al PP. ¡Esa es la gran trampa! Yo fui muy crítico con determinados mensajes de Javier Maroto, he firmado artículos muy duros contra la deriva del actual Partido Popular, he manifestado, públicamente, mi contrariedad por su alejamiento del centro y su acercamiento a Vox pero, precisamente por eso, porque estoy ideológicamente en las antípodas, es por lo que debo acercarme a Iñaki y ofrecerle mi abrazo y solidaridad. Reunirme tan sólo con 'los míos' no conseguiría sino instalarme en una endogamia, como todas, estéril y empobrecedora. La democracia no se construye ni en cunetas ni en checas, por ahora tan sólo virtuales o mentales, se erige en el acercamiento al diferente, criticando sus postulados, argumentando, pero al mismo tiempo respetando y observando en ese 'otro' a una persona, a un ciudadano, a un amigo.
Hoy se hace más necesaria que nunca aquella cita de Evelyn Beatrice Hall, la biógrafa de Voltaire: «Estoy en desacuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo».
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