¿Amnistiar a Gandhi?
Se dice que hay puro interés político de Pedro Sánchez, pero es más fácil hacerlo cuando en la conducta política de los amnistiados no ha habido violencia
Tras el 15-M un comisario de antidisturbios de la policía catalana dijo en un programa de 'Salvados' que la resistencia pacífica es violencia y ... que habría detenido al mismísimo Gandhi. Después, el Gobierno de Rajoy impuso la llamada 'ley mordaza' más las reformas 'mordaza' del Código Penal y alguien denunció que aquello era como querer encarcelar a Gandhi. Siguiendo esa lógica podíamos preguntarnos ahora si queremos amnistiar a Gandhi. No se trata de una utilización espuria. Gandhi tuvo enfrente al imperialismo inglés mientras que el 'procés' se desarrolló dentro de (y en contra de) un régimen democrático. Hablo en sentido figurado y pedagógico. No hago un paralelismo entre los independentistas procesados y un Gandhi represaliado. Propongo amnistiar con Gandhi. Amnistiar a los procesados del 'procés' porque, con mayor o menor convencimiento, sus líderes y muchos activistas invocaron valores gandhianos. Veámoslo.
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El Mahatma quedará para siempre como un gran estratega de la no violencia y la desobediencia civil. Por eso se nos hace clásico y recurrente. El filósofo iraní Ramin Jahanbegloo dijo hace unos años que, con las luchas democratizadoras de 2011 en Túnez y en Egipto y las protestas desobedientes de algunos países democráticos, como España y su 15-M, había llegado «la hora de Gandhi». ¿Podemos decir lo mismo al hablar del referéndum del 1-O de 2017? La pregunta molestará a quienes se opusieron a los indultos y gritan «Puigdemont a prisión». Pero es fundamental formulársela a quienes necesitan argumentar la bondad de la amnistía.
Se escucha una retórica altisonante que descalifica el 'procés' como «un golpe de Estado». Pero tampoco deja de oírse a quienes lo vieron como una movilización democrática. La controversia inacabable, con muchos tonos diferentes, envuelve ahora el debate sobre la amnistía. Sin embargo, hay algo que no vemos flotar sobre tantos ríos de tinta. Si, por un lado, el 'procés' desencadenó una crisis de Estado larvada desde años atrás y un conflicto político con choque de legitimidades y retorcimiento de legalidades sobre los escenarios del propio Estado, por otro, también generó una movilización social que hizo posible un referéndum ilegal de manera persistentemente pacífica. Podríamos haber vuelto a ver en las calles de Barcelona las llamaradas de la 'Rosa de fuego' -apodo dado a Barcelona durante la Semana Trágica en 1909-, pero sus líderes reivindicaron los valores gandhianos.
Aquellos líderes, que han pagado un alto precio personal, diseñaron un proceso que luego descontrolaron, calibrando mal las contingencias (entre ellas, la respuesta del Estado). Sin embargo, había ocurrido algo verdaderamente trascendente en el plazo de una semana decisiva, una peculiaridad histórica del soberanismo que marcaría el presente y posiblemente también su futuro. Me refiero a los momentos álgidos de la actuación policial el 25 de septiembre y el 1 de octubre de 2017, es decir, durante el registro de la sede de la CUP (el 25-S) y en las cargas de los colegios electorales (el 1-O). No hubo violencia antipolicial. Manifestantes y electores respondieron con determinación y no violencia. En ese momento el 'procés' consiguió expresarse con los componentes esenciales de una herramienta de participación política ciertamente radical, en sí misma ilegal y trasgresora, pero no violenta: la desobediencia civil.
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Tras el 23-J, Junts y Puigdemont son la clave de bóveda de la crisis de gobernabilidad. Pero eso, con ser importante, no lo es todo. Puigdemont sigue encarnando la vertiente elitista del 'procés', la de la lucha por el poder. Sin embargo, todavía hay un 'procés' popular con mucha gente encausada por haber participado en las protestas. La cifra de 1.500 procesos penales se convierte en una patata caliente para el orden social. Cuando algo así se enquista, en el corto plazo se libran las batallas mezquinas, pero en el largo quizás resplandezcan la generosidad y el anhelo de paz, o al menos las ganas de resolver los conflictos por medios pacíficos.
Se dice que no hay generosidad, sino puro interés político de Pedro Sánchez, sin valorar que eso mismo es una oportunidad para la mejor de las conllevancias de un grave problema territorial. Porque es verdad que las amnistías históricamente han encubierto los intereses de gobernantes que necesitaban la restauración de un cierto orden institucional. Pero no es menos cierto que es más fácil hacerlo cuando la conducta política de los amnistiados no repugna a la mayoría de la sociedad, porque no ha habido violencia.
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Pongamos en valor la potencia pedagógica de ese lenguaje. Si Gandhi nos enseñó que la no violencia ayuda a humanizar los conflictos, la amnistía, con Gandhi como referente, es una palabra que resuena con fuerza en el campo semántico de la cultura de paz.
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