El nacionalismo como voluntad y como realización
El nacionalismo, en su versión romántica, se enfrenta a una notable paradoja: avala su estatus en el pasado (mito fundacional) pero exhibe un déficit ontológico ... que debe ser enjugado para consumar su destino (mito escatológico). Jordi Pujol definía la nación catalana como una voluntad de ser, un hilo mental tendido entre el pasado imaginado y un horizonte que se aleja cada vez que se franquea la meta volante inmediata. Por su naturaleza el nacionalismo es irredentista. «No renunciamos a nada. La propuesta de nuevo estatus se basa precisamente en la no renuncia», declara el presidente del PNV.
Como escribió Orwell, lo que caracteriza al nacionalista es un estado mental. Para Michael Ignatieff, «el nacionalismo es un espejo deformante en el que los creyentes ven sus rasgos (…) simples transformados en atributos y cualidades gloriosos». Pero las manifestaciones de la sensibilidad identitaria no quedan circunscritas al ámbito mental sino que dejan sentir sus consecuencias en la vida real: desde la versión sulfurosa, el modelo balcánico; a la acolchada, el modelo Brexit. Si bien el balcánico suscita un reflejo defensivo que impide sacar las lecciones pertinentes. Dos personas que vivieron los desastres del nacionalismo balcánico cantan hoy las alabanzas de su tribu desde trincheras opuestas: Hermann Tertsch desde Vox y Raül Romeva desde Esquerra Republicana de Catalunya a donde llegó desde Iniciativa per Catalunya.
Para explicar el tránsito de los marcos mentales a la realidad hay que apelar a la interacción entre elementos de la situación y disposiciones psicológicas. Una cosmovisión nacionalista facilita el ensamblaje porque, de nuevo Ignatieff, «la raíz de la intolerancia estriba en nuestra tendencia a sobrevalorar nuestras identidades» y despreciar las del vecino. De ahí la preferencia por las definiciones negativas: un catalán a lo Torra se define por ser un no-español, o mejor, un antiespañol. Como, en la visión del Nobel Johannes Stark, la física aria era la antítesis de la física judía. Tal poder de destrucción mental tiene la fórmula nacionalista que ni siquiera el hecho de ser padre de la lógica libró a Gottlob Frege de la seducción del nazismo.
Podría decirse que el factor diferencial de las concepciones autorreferenciales reside en que constituyen un ángulo ciego para la razón: no somos capaces de identificar nuestra servidumbre particularista. Y no lo somos porque el principio de esas narrativas opera a través de un circuito emocional, a menudo constituido por emociones negativas y capaces de neutralizar los inhibidores que contienen nuestras tendencias inciviles. El nacionalismo tiende a configurar comunidades de miedos, odios y agravios que crean espirales destructivas. Su señuelo es un componente gratificante, el salario psicológico, que es el recurso principal de los populismos. Básicamente consiste en la adulación interesada: «Irlanda es la vieja puerca que devora su camada», observa el Dedalus de Joyce en una nueva versión de la fábula del zorro y el cuervo.
El resultado es palpable comparando el antes y el después de la Gran Serbia, el Lebensraum o los apergaminados imperios de Mussolini o Franco. Podemos columbrar los desenlaces del Britain First, America First o el éxtasis catalán. «Puede haber comenzado ya un colapso general del sistema. La democracia en Israel es frágil», resume el escritor David Grossman una trayectoria que combina elementos de los dos modelos señalados.
Tales derivas son imputables a la degradación del liderazgo que acompaña a menudo al devenir de los programas nacionalpopulistas: Trump, Johnson, Orban, Kaczynski, Salvini, Netanyahu, Berlusconi, Torra, Bolsonaro… Que se traduce del lado de los seguidores en el miedo a la libertad, la regresión del grupo y su entrega a un líder mágico que proporciona seguridad psicológica (Freud, Fromm, Adorno). Así confluyen oferta y demanda en una trampa reforzadora negativa.
Por sus ingredientes, el nacionalismo presenta una afinidad electiva con ciertos fenómenos -demagogia, caudillismo, narcisismo, fanatismo, supremacismo, dogmatismo, organicismo, intolerancia, polarización, sectarismo- que resultan tóxicos para el desenvolvimiento de la cultura cívica. Esos rasgos dibujan una sintaxis antagonista que explica, por ejemplo, las conversiones de excarlistas o exmarxistas en nacionalistas, caso de Romeva. La lógica binaria es tendencialmente divisiva y, como escribió Stefan Zweig (1938), «en estos terribles momentos en que las masas enloquecen (…) si el cosmos se rompe en dos, la fractura atraviesa a todos y a cada uno de sus habitantes».
Pero las afinidades electivas necesitan condiciones coadyuvantes. Hoy, la desigualdad rampante -el separatismo que no se ve- y la pérdida de legitimidad de las instituciones democráticas motivada por el narcisismo de las pequeñas diferencias son las principales; y, como hace cien años, auguran más años malos que nos harán más ciegos. Lo recuerda Timothy Snyder: «La historia del siglo XX nos enseña que las sociedades pueden quebrarse, las democracias pueden caer, la ética puede venirse abajo».
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