Unos días atrás una ministra del Gobierno pedía perdón a las mujeres por los efectos de la 'ley del solo sí es sí', cuya aplicación ... produjo la reducción de penas y excarcelaciones anticipadas de cientos de delincuentes sexuales. El Ejecutivo rectificó tarde y mal, y solo parte de él, ya que la vicepresidenta segunda y ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, no apoyó la 'reforma de la reforma' que, al final y después de que quedara expuesta la incompetencia a la hora de legislar de la coalición autodenominada 'progresista', intentó apagar el escandaloso incendio provocado por una norma de incomprensible levedad.
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Un par de días después de que se pidieran estas disculpas, otra ministra era entrevistada en una cadena de radio. La ministra en cuestión se desentendió de cualquier responsabilidad en la desgraciada ley y se halagó diciendo que, en cualquier caso, este Gobierno trabaja noche y día para mejorar la situación de las mujeres y que, para malos, los de la derecha. Lo de siempre, la izquierda es buena aunque haga las cosas mal, mientras la derecha es mala por definición, aunque haga cosas bien.
De este modo, nada cambia el hecho ya probado de la tendencia de determinados elementos socialistas de canalizar los réditos de su corrupción hacia los servicios de prostitutas ni las denuncias que pesan sobre los padres fundadores de la extrema izquierda por su presunta afición al sobeteo y el acoso. En estos casos, tampoco son ellos sino «el patriarcado» el que les ha hecho así. De esta manera su cuestionable forma de conducirse con las mujeres, lejos de descalificarles, lo quieren convertir en un argumento que refuerza su discurso antisistema, feminista y antipatriarcal y, lo que es peor, hay quienes compran ese insultante cinismo.
No menos notables fueron las declaraciones de la ministra de Igualdad en una larga entrevista con el siguiente titular: «Me gustaría terminar esta legislatura con una ley abolicionista», afirmaba la ministra, eligiendo un mal momento para semejante proclamación cuando se conocían algunos de los más cutres entresijos del 'caso Ábalos' y sus compañías.
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En esta semana de los derechos de las mujeres, un buen propósito sería abandonar las elucubraciones teóricas, sustentadas en un habla pretendidamente científica pero retorcida y lejana, para aterrizar en realidades de violencia contra las mujeres, de discriminación, de marginación que apenas encajan en la saturación conceptual de la sociología feminista. Algo grave está fallando cuando todos los estudios revelan que las actitudes agresivas hacia la mujer aumentan entre los jóvenes. No se reducen las cifras de feminicidios, la más trágica expresión de la violencia contra las mujeres. El ciberacoso y la producción y difusión creciente de material sexual en la red son expresiones de una agresión creciente que tiene a la mujer -en muchos casos niñas y adolescentes- como víctima.
Al mismo tiempo, la realidad de una sociedad cultural y étnicamente diversa plantea exigencias de afirmación de la igualdad y lucha contra la violencia contra las mujeres que resultan a menudo ignoradas en nombre de una interpretación inaceptable de lo que significa la multiculturalidad y a lo que esta habilita. No se trata solo de la imposición de indumentarias segregadoras, sino del drama de los matrimonios forzados, la mutilación genital, la poligamia enmascarada en situaciones de hecho, el apartamiento de niñas y jóvenes del sistema escolar o de la interacción social, la aplicación de hecho de normas -destacadamente la sharía- que formalizan y dan carta de naturaleza a la discriminación y la pura naturalización de la violencia doméstica en determinados ámbitos culturales.
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Sigue siendo cierta una constatación que permanece silenciada, y es que las denominadas prácticas multiculturales nunca tienen por sujeto a los hombres: la identidad se construye en determinados ámbitos religiosos y culturales sobre la base de tradiciones rechazables y a costa de la integridad moral y física de las mujeres. Y este es un problema, se mire por donde se mire, en sociedades que ya son culturalmente muy diversas y que están llamadas a serlo aún más.
Nada hay de progresista en abogar por que determinados grupos sociales dispongan de una especie de soberanía interna para constituirse como espacios separados, exentos de los derechos y deberes cívicos que definen las sociedades en las que deben integrarse. Algún día, el 8 de marzo deberá situar este problema en el lugar y con la atención que merece.
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