Europa, escarmiento y destino
Los egoísmos nacionales son estúpidos social y económicamente
Con motivo del Día de Europa, celebrado ayer, me viene a la memoria que hace unos años, paseando por Lazkao en mis vacaciones de 'barnetegi', ... me topé con un anuncio en euskera que traduje literalmente: «Se ofrece secretaria con gran escarmiento» («Eskarmentu handiko idazkaria eskaintzen da»). En el euskera coloquial de Gipuzkoa, 'eskarmentu' significa 'experiencia'. Fue un fogonazo que me desveló en un instante cómo la experiencia -especialmente, la experiencia de la vida y de la política- conllevan habitualmente un principio de dolor y vergüenza por los errores y los horrores cometidos.
La Unión Europea es hija del gran escarmiento de nuestro pasado siglo XX: la Gran Guerra de 1914-18, el 'crack' del 29, la Guerra Civil española de 1936, la llegada al poder del fascismo y del nacional-socialismo, la infinita crueldad de lo que significó Auschwitz, la inhumanidad del KGB, el Gulag y el Holodomor comunistas, el régimen de terror que implantó el Telón de Acero...
Parece que hemos olvidado que los meros egoísmos nacionales son no solo deleznables moralmente, sino estúpidos social y económicamente. Como decía Michel de Montaigne, «el que vive solo para sí ni siquiera vive para sí». Un egoísmo que pasa por alto que la solidaridad no es solamente un mandato moral, sino también una realidad estructural de la condición humana, que olvida que estamos soldados los unos a los otros de tal modo que, salvo que queramos vivir encerrados en una jaula de fieras, estamos obligados a tener en cuenta los legítimos intereses de los demás, ya que de otro modo terminaremos envenenando la matriz social que nos permite vivir humanamente. La sociedad termina por ser invivible si solo es percibida como excusa para lograr ventajas individuales o parciales.
En el terreno de la Historia en mayúscula, el concepto del tiempo histórico de Ortega y Gasset ya nos había prevenido de que las culturas, las naciones, las grandes tradiciones religiosas o políticas evolucionan y se resignifican. Todas las grandes naciones de Europa, que convenimos en pensar como entidades cuasi eternas, han sido un largo y azaroso proceso de conformación, resignificación y ajuste a través de los siglos cuyo destino histórico solo se salvará en este siglo si son capaces de hacer realidad una UE a la altura de ellas. Como decía un buen amigo, historiador de profesión: «En mi trabajo he aprendido que el pasado no es menos impredecible que el futuro». Cada nuevo descubrimiento histórico nos obliga a repensar el pasado. La Unión Europea da sentido en un mundo global a lo mejor que las naciones históricas de Europa hemos hecho. Europa da sentido a lo que hemos sido como españoles, franceses, holandeses, alemanes o italianos... y lo que podemos ser en el futuro.
Los hechos suceden, pero más importante aún es que «se» suceden unos a otros y los nuevos siempre cambian el sentido de los anteriores. Del mismo modo nos pasa en el ámbito de nuestra historia personal y biográfica. Los amores nuevos hacen que reinterpretemos nuestros viejos amores. Resignificamos nuestras pasiones y fantasías; los acontecimientos que nos suceden en el presente miran hacia el futuro, pero además tienen un enorme efecto sobre los cambios en nuestro entendimiento del pasado.
Lo que hoy es la UE fue pensada, en sus modestos orígenes, por los padres fundadores -el francés Robert Schuman, el italiano Alcides de Gasperi y el alemán Konrad Adenauer- fundamentalmente como proyecto de paz después de los horrores de las dos grandes guerras mundiales que asolaron el continente. Un proyecto en el que la economía y el bienestar compartido serían medios para el acercamiento creciente entre las naciones constituyentes. En el contexto actual, Europa es mucho más que un mero espacio para el libre comercio.
Nada es perfecto. Desgraciadamente en julio de 2016 el pueblo británico decidió dejar la UE. Todos pensábamos que, aunque fuera por un pequeño margen, nuestros amigos británicos seguirían unidos a nosotros. No fue así. El tiempo dirá si acertaron o no, pero la Unión no se detiene por ello. Es cierto también que nuevos partidos de extrema derecha apegados al viejo nacionalismo del XIX y del XX alientan el voto antieuropeo. Nada es estático en política, todo fluye y ondula como la mar, pero no podemos olvidar que la Unión Europea es ya una parte esencial de nuestras respectivas naciones ya que nos incardina en un marco de cooperación regional, único en el mundo con un grado de integración normativa, cultural y económica que no tiene parangón, lo que hace de la UE un actor único. En unas relaciones internacionales dominadas por los estados-nación desde la paz de Westfalia de 1648, que puso fin a las guerras de religión que ensangrentaron el continente durante más de un siglo, la Unión Europea abre un nuevo capítulo para Europa y aspira a abrir una nueva época para las naciones que la constituyeron y a ser un actor diferente para el mundo. Que así sea.
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