Historias paralelas de una enfermedad global
La ansiedad, una convulsión repentina que se manifiesta de múltiples formas, es no tener a nadie con quien compartirla
Íñigo Linaje
Escritor
Domingo, 17 de septiembre 2023, 00:11
La ansiedad es un disparo. Una alarma interior que se enciende sin previo aviso. Una convulsión repentina que se manifiesta de múltiples formas: cosquilleo en ... las manos, agitación de las extremidades, sensación de ahogo al respirar. En un primer momento, la ansiedad se calma -pero no se cura- con drogas: con drogas duras. ¿Qué son si no los fármacos que nos receta un facultativo? ¿Con qué nombre designar una pastilla que detiene artificialmente el nerviosismo en media hora? Y ¿qué diferencia hay entre eso y los denostados opiáceos? Los seres humanos recurrimos a las drogas porque somos incapaces de afrontar situaciones límite. Sin voluntad personal, solo a veces funcionan.
A la ansiedad se llega por muchos caminos. La sociedad en la que vivimos -tan exigente como competitiva- no ayuda en absoluto. Tampoco el ritmo frenético al que sometemos a nuestras vidas. El trabajo extenuante, la crianza de los hijos y los deberes que los hijos emprenden por imperativo social (y de sus progenitores) son afilados cuchillos que amenazan nuestra estabilidad.
Sin embargo, entramos en el juego del trabajo, el matrimonio, la maternidad. Y en el círculo de las responsabilidades: la escolarización, el cuidado de los niños, sus miles de horas de asueto. Los meses de verano los llevamos a campamentos. El resto del año, a todo tipo de clases: clases de inglés, clases de informática, clases de danza, clases de piano. Clases de baile y clases de gimnasia. Clases de relajación para niños hiperactivos. Y deporte, deporte, deporte. Sobredosis de deporte: en la tele, en la radio, en la sucia sopa cotidiana.
Son muchas las personas que han documentado a lo largo de la historia los infiernos de la ansiedad y la depresión. William Styron fue uno de ellos y dejó su experiencia en un libro estremecedor: 'Esa visible oscuridad'. Eloy Fernández Porta es otro y 'Los brotes negros' uno de los últimos testimonios que han llegado a nuestras librerías. 'Los brotes negros' describe con todo lujo de detalles la parábola de una caída, los pecios de un combate a muerte con la vida. El escritor encarna un problema evidente en nuestras sociedades modernas: el de la salud mental, ridiculizado hace dos años en el Congreso. Eloy Fernández Porta se interroga constantemente a sí mismo. Ignora por qué logró sobreponerse a la muerte de sus padres y no consigue superar una ruptura sentimental.
Al principio del libro anota esta frase: «Uno no sabe qué decirse a sí mismo después de una sesión de llanto de seis horas». De esa manera, su existencia se reduce a un sufrimiento sordo en el que, además de la precariedad laboral, prevalecen la apatía, el insomnio y la desesperación. Su ensayo es el relato impúdico de su vía crucis particular: una historia personal narrada desde la intimidad, un hilo de palabras fraternales al que asirse en los momentos críticos.
Otra historia personal: hace unos días, visité a una amiga en su residencia de verano. A la vuelta, después de hacer transbordo en una localidad costera, subí a un tren que quedó varado en la vía. Una avería inoportuna: tres horas de espera. Me senté en el andén y abrí un libro. Leí varias páginas a trompicones. Fumé un cigarrillo, dos, seis. A mi lado había una mujer con la que intercambié vagas quejas. Llevábamos una hora esperando y no sabíamos cómo íbamos a volver a nuestro lugar de origen.
Una hora más tarde, nos desplazaron al interior de la estación. Ella permaneció sentada hablando por teléfono. Al rato, entre la turba de viajeros desnortados, se acercó y me preguntó si podía sentarme con ella para hablar. Me contó: se llamaba Cristina y sufría ansiedad. Tenía una hija y había regresado a su pueblo tras ocho años de relación con su pareja. Trabajaba a treinta kilómetros de su hogar en un centro de acogida para inmigrantes…
Subimos a un tren, al fin, y seguimos hablando cual viejos (des)conocidos. Nos despedimos media hora más tarde, luego de contarnos fragmentos de nuestras vidas. Recuerdo sus palabras de gratitud y un último gesto: su mano firme, poderosa, desprendiéndose lentamente de la mía.
Días después, yo estaba en Barcelona en una rueda de prensa. Esa noche, al regresar a casa, vi su pueblo a lo lejos y recordé las palabras que Rafael Argullol había pronunciado esa mañana. Yo le había preguntado qué le queda a alguien cuando deconstruye las certezas que han edificado su vida. El escritor respondió: «La libertad y la compasión, que es la paz suprema». Si, como decía Alejandra Pizarnik, la soledad consiste en no poder decirla, la ansiedad es no tener a nadie con quien compartirla. Alguien que te dé un abrazo en el andén de una estación y te diga: «Respira. Serénate. Mira mis ojos: son los tuyos».
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