La imagen de un Estado con capacidad para emplear recursos ilimitados es engañosa. Es verdad que la pregunta del '¿esto quién lo paga?' es mucho ... menos frecuente de lo que debería en el debate público. Es más, en situaciones de crisis profunda como la que vivimos resulta para muchos profundamente inoportuna. Ha habido dinero barato, casi regalado, barra libre de deuda y reencuentro con el déficit sin los remordimientos del pasado. De ahí que no haya ministro que se precie que no haga anuncios por menos de unas buenas decenas de millones de euros. De todo y para todos.
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Sin embargo, los modelos de bienestar parecen a condenados a ir convirtiendo en estructurales determinados elementos que afectan a su sostenibilidad, condicionados esencialmente por la evolución de la demografía y la reducción de la capacidad de crecimiento de las economías para financiar aquellos. De ahí que pueda hablarse de una crisis fiscal del Estado cuyos márgenes de gasto se encuentran prácticamente agotados si no fuera por el recurso masivo a la deuda del que habrá que ocuparse en algún momento.
Además de recurrir despreocupadamente a la deuda, el Estado parece haber descubierto la rueda. Se trata de dictar políticas sociales cargando su coste sobre determinados sectores privados para financiarlos, no a través de los impuestos -que es como contribuimos a las cargas públicas los ciudadanos y la empresas- sino mediante el puro intervencionismo en virtud de un poder incuestionado que el Estado se atribuye. Todos podemos estar de acuerdo en que los poderes públicos tienen un papel importante en facilitar la provisión de vivienda, que es una necesidad básica. Lo que se ve es que ante un problema de elevación de los precios del alquiler, la preocupación social de las autoridades se plasma en limitar de manera sustancial el derecho de los propietarios a fijar la renta a la que están dispuestos a ofrecer sus viviendas a posibles arrendatarios. Nada indica que esas medidas que se han adoptado en varias comunidades resulten eficaces, más bien todo lo contrario ya que tales restricciones, sumadas a la inseguridad jurídica y la benevolencia con la ocupación ilegal, retraen a los propietarios y retiran oferta del mercado.
Es indudable que una parte de esos precios más altos de los alquileres incorporan esa prima de riesgo de los propietarios. Pero es muy propio del pensamiento autodenominado progresista actuar sobre la base de una dicotomía moral -la propiedad es mala o cuando menos sospechosa y por tanto hay que penalizarla-, la exhibición autoritaria -intervención pura y dura, directa y fulminante- y una notable despreocupación sobre la eficacia de esas decisiones porque nadie la evalúa. Todas las posibilidades están cubiertas. Si se sacan viviendas al mercado, se intervienen los alquileres; si no se sacan, se penaliza al propietario. Lo que no parece haberse ensayado es actuar sobre los verdaderos problemas que retraen la oferta, los incentivos eficaces para ello y las formas de apoyo real a quienes aspiran a conseguir una vivienda.
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Ahora les toca el turno a las «energéticas», a las que se anuncia un recargo -parece que aplazado de momento- para financiar la huida hacia adelante de un Gobierno cuyas medidas, presentadas siempre como históricas y cruciales, tienen la mala costumbre de fallar, al menos si se comparan sus resultados con las expectativas -de nuevo «históricas»- que el Gobierno publicita antes de que sean adoptadas. Aquí también se parte de una dicotomía moral, mucho más aguda que en el caso de los propietarios de viviendas en alquiler.
La narrativa -como gusta decir al ministro Escrivá- va más o menos así: estas compañías reparten beneficios, lo que ya de por sí las coloca como objetivo, se lucran con la crisis del gas y la invasión de Ucrania, tienen 'beneficios caídos del cielo' y es la justicia, del modo en que la imparte el Gobierno apretado por la crisis, la que obliga a que se les imponga un recargo para financiar a los más desfavorecidos. No se dice lo que estas empresas pagan en salarios, el empleo directo, y aún más el indirecto, que crean, el volumen de sus compras a una multitud de proveedores, sus programas en el ámbito de la responsabilidad social, las inversiones que realizan y la importancia de su proyección internacional. Toca imponer un recargo que se calcula no se sabe bien cómo, porque la segunda parte de la historia -como se ha visto con la famosa tasa Google- es que las previsiones poco tienen que ver con la realidad.
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Y sin embargo es verdad que hay que tomar medidas. Tal vez alguna de ellas podría relacionarse con el incremento de la recaudación fiscal por el solo efecto de la inflación, que esos sí que son beneficios caídos del cielo para el Estado, y en vez de imponer recargos a unos cuantos, quitar impuestos a todos, de verdad, limpiar la tarifa eléctrica que contiene el registro fósil de todos los errores cometidos en esta materia y descubrir que la política no se acaba en la simple regulación.
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