En su estudio sobre los fundamentos morales del comportamiento humano, Jonathan Haidt ('La mente de los justos') hace una observación sin lugar a dudas bastante ... atinada: la de que, lejos de lo que se suele creer, las personas conservadoras o de derechas están tan motivadas por el valor de la justicia o la equidad como los progresistas (los «liberales» en Estados Unidos), lo que sucede es que perciben las exigencias de ese valor de manera distinta. La izquierda entiende el valor de la equidad desde el punto de vista de las necesidades del ser humano y propugna una asignación de bienes que cubra igualitariamente esas necesidades. Los actuales conservadores, en cambio, ven en la justicia una cuestión de proporcionalidad: las personas deberían ser recompensadas en proporción a lo que aportan incluso si eso produce desigualdades. La izquierda se rebela ante la desigualdad económica, la derecha ante la falta de correspondencia entre mérito personal y recompensa. La izquierda centra sus críticas en los ricos, la derecha en aquellos que reciben subvenciones sin esfuerzo.
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Son dos formas de sentimiento moral que fácilmente se convierten en parte integrante de una ideología y son entonces racionalizadas y convertidas en esquemas simples -e incompatibles- para comprender los problemas sociales y actuar ante ellos. Nuestra sociedad hispana es por tradición un público muy inclinado al enfoque ideológico de los problemas y sus soluciones, la ideología funciona para nosotros como lo hacían los antiguos chamanes y sus recetas infalibles. Así se comprueba, una vez más, en la última -lo mismo podría decirse de la anteúltima- legislación sobre educación.
La izquierda percibe la educación como un reparto de un bien del que todos están necesitados y que debe ser asignado de la manera más igualitaria posible. Su mayor preocupación es la de que nadie se quede atrás por culpa de un reparto no suficientemente equitativo. Se resistirá, por ello, a las medidas que entrañen evaluaciones y sanciones basadas en el esfuerzo y el mérito -suspender y repetir curso- porque en el fondo entiende que los resultados no dependen del esfuerzo, sino de condicionantes socioculturales que atenazan a los alumnos desde antes y fuera de la escuela.
Lo que sucede, sin embargo, es que el lema de «no dejar a nadie atrás» se puede satisfacer de muchas maneras y una de las más fáciles es la de reducir la velocidad de avance del grupo entero. Por ahí se llega a fomentar un nivel mediocre de enseñanza, con el que se cumple aparentemente con un criterio de equidad (la mayoría de los alumnos están en la media del reparto), pero se impide uno de excelencia (que no se fomenta y es percibida como «elitista», un pecado nefando para el igualitarista). Los resultados de PISA confirman desde siempre esta característica de los resultados de la enseñanza española: muy equitativa pero muy escasa de excelencia.
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La derecha, por el contrario, pone el acento en recompensar el esfuerzo y el mérito personal destacando a sus autores, y entiende que la existencia de una élite de excelentes no es un fracaso de la equidad, sino un acicate para mejorar los resultados del sistema completo. Y es que -subrayan los neoconservadores- el conocimiento no es como la riqueza material en el sentido de que es un fondo inagotable y el hecho de que unos obtengan más (conocimiento) no perjudica para nada a los demás, pues nada les quita. Muy diversamente del reparto de otros bienes que son escasos, la desigualdad en la enseñanza no es falta de equidad, sino efecto del mérito. Sí, pero no sólo, habría que decir.
Una visión disyuntiva de similar formato surge cuando se habla de la enseñanza concertada. La izquierda la mira con desconfianza porque la percibe como fuente de desigualdad social futura, su ideal sería que sólo existiera una enseñanza pública de calidad que hiciera felices a todos. Comprensible. Pero también sucede que, como sospecha el conservador, la enseñanza concertada es odiada porque es un baremo implacable de los fallos y fracasos de lo público, porque trabaja con mayor eficiencia de recursos. El pluralismo educativo tiene esa consecuencia, que hace visibles los defectos de cada cual de una manera inmediata y plástica.
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Probablemente, el camino a seguir pasaría por intentar atenuar el peso de los grandes relatos de los chamanes y atender más a los humildes reformistas del sistema de pequeños pasos, prueba, error y vuelta a probar. Que es lo que en realidad se hace en las escuelas y colegios por el personal a pie de alumno. Pero si abandonásemos a los chamanes legiferantes que agitan sus banderas cada dos días, entonces no seríamos hispanos, seríamos suecos. Y tampoco es cuestión de privar de su diversión a la política.
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