La Mirada

Llueve

Cada día desaparecen cientos, miles, millones de lenguas y todas, como quienes las hablaban, tienen su propia historia

Aster Navas

Profesor de Lengua Castellana y Literatura IES Burdinibarra BHI Trapagaran

Domingo, 7 de diciembre 2025, 00:03

A media tarde se me ha vuelto a aparecer papá. «Papá, sabes de sobra que estás muerto», le he dicho sin levantar la vista de ... los exámenes de sintaxis que estaba corrigiendo. Él se ha puesto, como siempre, a dar vueltas por la casa, a hurgar en cajones y armarios. «¿Quieres hacer el favor de estarte quieto?», le he gritado desde el pasillo, antes de que montara otro 'poltergeist' en la cocina.

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Solo entonces, como siempre, se ha sentado junto a mí. «Te has dado cuenta, ¿verdad?», me ha preguntado para captar mi atención. «¿De qué tenía que darme cuenta esta vez?», le he respondido, mientras corregía el tipo -¿cómo carajo puede alguien confundir una sustantiva con una adverbial?- de subordinada. «Del desajuste entre las palabras y la realidad», ha dicho, arreglándose la camisa-. «Esa cárcel por la que están desfilando tantos políticos -Soto del Real- tiene nombre de urbanización, de finca con casoplón; y las urbanizaciones -fíjate en La Moraleja- llevan nombre de penitenciaría». «Papá, tú te aburres mucho en el más allá, ¿verdad?».

Luego ha vuelto Silvia de la calle y él, como siempre, se ha volatilizado.

Me he quedado con el boli en ristre pensando en esa complicidad lingüística que aún conservamos papá y yo; en cómo seguimos entendiéndonos. Pertenezco a una generación que no expresaba el afecto: aunque seguramente éramos a quienes más querían en el mundo, nuestros padres nunca nos lo manifestaron explícitamente. Nosotros, por suerte, sí; nosotros, mal que bien, lo verbalizamos. No es mérito propio: se lo debemos a Hollywood y a series como 'Con ocho basta'. No obstante, el lenguaje nunca expresa exactamente lo que deseamos. Las palabras transmiten a menudo más, o menos, de lo que pretendemos, porque su significado queda a merced de la interpretación de nuestro interlocutor, de la cercanía afectiva que mantenga con nosotros.

Solo ahora, cuando mi madre ya no está, me doy cuenta de que entre las sílabas de «llueve», «vas a llegar tarde», «ya es jueves» o «no dan nada en la tele» se escondían mensajes subliminales que solo nosotros dos comprendíamos. Que en muchas de esas frases no coincidían significante y significado; que no estábamos hablando de la hora, ni del día, ni de bajas presiones. Que perseguíamos otro propósito.

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Pasé muchos veranos con mi padre en la carpintería, pero solo ahora -demasiado tarde- comprendo que «acércame el taladro», «llueve», «vas a llegar tarde», «ya es jueves», «no dan nada en la tele» eran solo el soporte, la carcasa, el bastidor de algo más importante. También aquellas peloteras -«¡enano…!»- entre hermanos adquieren ahora un sentido en el que no había reparado lo suficiente.

Tirando de ese hilo he recordado un cuento de Hernán Casciari, 'No me importa el fútbol': «Era solo una excusa. Con mi padre no se podía hablar de política, porque era de la UCD; no se podía hablar de mujeres, porque era tímido: pasaba un culo y él agachaba la cabeza; tampoco se podía hablar de libros, porque no había leído ni uno solo. Por eso, nos sentábamos en los sillones del salón y buscábamos cualquier partido en la televisión. Nos daba igual. Mirábamos la tele y hablábamos. Cuando murió, me di cuenta de que no me importa el fútbol. Lo único que me importaba era él».

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Esa comunicación interpersonal es especialmente intensa en las parejas. Lo explica muy bien Jaime Sabines en su poema 'Espero curarme de ti': «Solo tú sabes cómo te digo que te quiero / cuando digo: 'qué calor hace', 'dame agua', / '¿sabes manejar?', 'se hizo de noche'». Cuando la relación se quiebra, ese argot también se deshace poco a poco. Como dice Jordi Carrión: «Cada pareja, en su proceso de enamorarse, unirse y convivir, crea un dialecto propio que solo tiene dos hablantes. Cuando rompen, empieza a apagarse y cuando surgen nuevas relaciones en la vida de ambos, desaparece por completo». Seguramente, muchos romances prometedores fracasan porque sus protagonistas no son capaces de acordar ese código íntimo e imprescindible.

Ahí están -o quizá habría que decir estaban- los Javis: solo Javier Calvo percibía lo que de verdad quería decirle Javier Ambrossi con «vas a llegar tarde»; solo Javier Ambrossi entendía lo que quería decirle Javier Calvo con «no dan nada en la tele». Solo Koldo comprendía lo que, en el fondo, le estaba diciendo Ábalos. Solo Ábalos creía entender… Pero no hace falta ir tan lejos: ahí estáis -o estabais- ella y tú; tú y él. Solo vosotros…

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Sí: más allá del latín y el griego, cada día desaparecen cientos, miles, millones de lenguas, y todas, como quienes las hablaban, tienen su propia historia.

Cada día nacen también millones de ellas.

«Hostia, papá, te pones muy pesadito por Navidad…», le he reprochado cuando, aprovechando un semáforo, se me ha colado en el coche camino del instituto. «Llueve», me ha contestado, abrochándose el cinturón.

En fin.

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