Arquímedes dijo: «Dadme un punto de apoyo… ¡Y moveré el mundo!». Las potencias occidentales poseen palancas formidables: su poderío militar, económico y tecnológico no tiene ... paragón. Pero ni siquiera la palanca más robusta tiene utilidad alguna cuando no se dispone de un punto de apoyo sólido. Esta realidad incómoda explica el lamentable final del presente capítulo de la interminable crisis afgana.
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Aunque se dice que la victoria tiene muchos padres mientras que la derrota es huérfana, a la hora de analizar la (inminente) reconquista completa del país por los talibanes no faltan explicaciones del desastre: las acciones encubiertas de Pakistán, ayudando en secreto a los talibanes mientras finge ser aliado nuestro; el error garrafal de Bush hijo al desviar casi todos los recursos hacia su obsesión por invadir Irak; la falta de coordinación entre las potencias aliadas; racanería de los donantes; errores militares o políticos…
Todas estas explicaciones tienen una parte de verdad y no se excluyen mutuamente, pero la guerra afgana es fundamentalmente una guerra civil, un conflicto interno que comenzó en 1973, mucho antes de la invasión soviética, y los factores decisivos son por lo tanto endógenos. Los talibanes no están ganando la guerra. Es el Gobierno afgano el que la está perdiendo y es bastante grande la diferencia entre ambas cosas.
El error decisivo de las grandes potencias fue basarse en los 'señores de la guerra', no solo para luchar contra los talibanes en 2001, lo que tenía su lógica, sino para la administración del país tras el derrumbamiento del régimen fundamentalista. Los 'señores de la guerra' eran los responsables del fraccionamiento y el desgobierno que sufrió Afganistán tras la retirada soviética, lo que propició el auge de los talibanes (con una generosa ayuda paquistaní). Ya habían fracasado una vez en la tarea de organizar una administración y un gobierno en Afganistán. Sin embargo se optó por ir a lo más fácil, lo más barato, y al final lo barato sale caro.
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En 2001 el régimen talibán se derrumbó con mucha rapidez frente a fuerzas reducidas porque carecía de apoyos entre la población. El integrismo islámico y el ultraconservadurismo social no sirven para gestionar un sistema de gobierno eficaz. Su modelo de ¿gobierno? se reducía a la represión absoluta de la mujer, reducida a un virtual arresto domiciliario, y una interminable serie de castigos draconianos por cualquier desviación de sus restrictivas normas. La Administración y los servicios públicos eran casi inexistentes. El Tesoro Público consistía en un cofre lleno de billetes de banco guardado, literalmente, debajo de la cama del dirigente supremo. No se desarrollaban obras públicas ni se planificaban infraestructuras. La población se limitaba a soportarles por miedo hasta que surgiese algo mejor.
En octubre de 2001 parecía que iba a surgir algo mejor, de manera que la población se negó a luchar en defensa de una oligarquía de tiranos. La victoria militar fue rápida pero lo que la población afgana obtuvo fue la restauración de la misma pandilla que había precedido a los talibanes. El tinglado duró mucho más esta vez debido al respaldo militar y económico de Occidente, hasta que Occidente se hartó.
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Al final, la derrota occidental no ha sido militar sino política y, sobre todo, social. Las oligarquías existentes han sido deliberadamente incapaces de organizar un gobierno viable sin apoyo masivo occidental, y las potencias extranjeras se han hartado de luchar y pagar para que los dirigentes afganos se dediquen a saquear el país y desviar a sus bolsillos una gran parte de la ayuda internacional. Se han visto casos obscenos de médicos pagados por la ayuda occidental que exigían sobornos a sus pacientes y les dejaban morir si no pagaban, y estos crímenes no eran castigados.
Occidente no intervino en Afganistán por los talibanes, sino por los atentados del 11-S de 2001. Si los talibanes aceptan no dar asilo de nuevo a gentes como Bin Laden, si todo el horror regresivo del talibanismo queda encerrado dentro de las fronteras de Afganistán, la 'realpolitik' maquiavélica dicta que no hay motivo alguno para seguir luchando en desiertos lejanos. ¡Que se las apañen entre ellos!, dirían los más cínicos. Sin embargo, los talibanes ya fracasaron en la tarea de gobernar Afganistán. No hay indicio alguno de que ahora lo vayan a hacer mejor. Por lo tanto la guerra continuará y acabará salpicando de nuevo más allá de las fronteras afganas.
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