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Kepa Arrizabalaga desobedece a su entrenador, Maurizio Sarri, y se niega a ser sustituido por Willy Caballero, durante el partido Chelsea-Manchester City, final de la Carabao Cup (Copa de la Liga inglesa). DAVID KLEIN / REUTERS
La sartén por el mango

La sartén por el mango

Análisis ·

El 'caso Kepa' evidencia que el fútbol ha cambiado y que chicos de 24 años saben que pueden desafiar a su técnico porque son una inversión de muchos ceros

Juan Carlos Latxaga

Jueves, 28 de febrero 2019, 00:49

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El lío que montó Kepa en la final de la Copa de la Liga inglesa negándose a ser sustituido cuando su entrenador Maurizio Sarri ordenó el ingreso del guar dameta suplente Willy Caballero, nos pone ante la cruda realidad del fútbol de hoy en día. El insólito desacato del portero de Ondarroa a su jefe natural se ha saldado con una multa del club de 225.000 euros, el equivalente a su salario semanal.

La tentación de deslizarse por la pendiente de la demagogia es irresistible; que levante la mano quien a estas alturas no haya caído en ella. ¿Hay alguien que no haya calculado mentalmente cuántos años necesita un mileurista licenciado con máster para alcanzar la cantidad que gana el portero en siete días? ¿Nadie se ha preguntado cuántas semanas del salario de Kepa se dedican en este país a investigar el cáncer, por ejemplo? Y seguro que Kepa no es el futbolista que más cobra en la plantilla del Chelsea.

El caso de Kepa y su resolución por parte del Chelsea, que es la empresa que le paga, nos pone frente a frente con este gran negocio que nació como deporte y pasó a ser espectáculo de masas antes de su definitiva mercantilización.

En el muy improbable caso de que se le hubiera pasado por la cabeza perpetrarlo, hace unos años el desplante de Kepa le hubiera supuesto su defenestración. El fútbol, y más en Inglaterra, se regía por unos valores que todos, desde el utillero hasta los aficionados que poblaban las gradas, respetaban.

Esos valores, intangibles en su mayoría, se resumen ahora en un único valor: el del papel moneda. Kepa le costó al Chelsea 80 millones de euros, un precio que transformó al chico de Ondarroa de simple portero de fútbol a inversión de altísimo valor. Y a nadie se le ocurre arruinar su propia inversión, claro. Así que los propietarios han preferido meter los valores en un cajón, tragar saliva y hacer como que están muy enfadados anunciando una multa que sería una barbaridad en cualquier oficio que no fuera el de futbolista.

Los aficionados se echan las manos a la cabeza, claman al cielo y se preguntan a dónde vamos a llegar si un jugador que se niega a que su entrenador le cambie en un partido lo arregla con una multita que le duele menos en su poderoso bolsillo que la avería que le hace al común de los mortales que el vigilante de la OTA le pille en fuera de juego. Son eso, meros aficionados inocentes que todavía quieren creer en el fútbol que conocieron de niños, aunque hasta a ellos les cueste más cada día mantener la ficción. Los profesionales, los verdaderos dueños de todo lo que rodea a la pelota, saben que ahora las cosas funcionan de otra manera; que un chico de 24 años que no ha empatado con nadie todavía, y muchos otros como él, puedan desafiar a su entrenador y a cualquiera que se les ponga delante, porque de su espalda cuelga una etiqueta en la que se lee una cifra con muchos ceros.

Los que llevan esas etiquetas colgadas de su espalda son los que sujetan la sartén por el mango en este negocio. Conviene que lo recordemos la próxima vez que nos toque hablar de esto en nuestro entorno y analizar la gestión del presidente de turno en el Athletic. No me imagino, o sí, lo que piensa alguien que gana un cuarto de millón de euros a la semana cuando le hablan del amor a los colores y del cariño de la afición.

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