La pista de hielo y los ibéricos de San Antón
Amnistiamos al cerdo, pero resulta irónico que lo hayamos sustituido en la rifa por un lote variopinto de jamón, salchichones y otros embutidos
Imaginen que van a comprar un frigorífico a una tienda de electrodomésticos. Se lo instalan en su casa y todo va de perlas hasta que, ... de repente, el aparato recién estrenado se descongela un fin de semana que estaban en el pueblo, tan a gustito. El 'federico' se queda enchumbado, como el paisaje después de una batalla naval, las zanahorias flotando entre lechugas y coles de Bruselas como barcos abatidos. Y, como cualquier cliente contrariado, acude raudo al comercio para informar del percance, pedir las oportunas explicaciones y requerir una solución.
Entonces, sucede un fenómeno inexplicable. El vendedor, atónito, abre sus brazos con cara de no entender nada y exclama a voz en cuello: «¡Alma de cántaro! ¡Cómo espera que enfríe el aparato si en la calle no hace frío! A quién se le ocurre venir a dar el tostón con estas cuitas, en plenas navidades, cuando hasta el más tonto sabe que para que un frigorífico enfríe debe hacer por debajo de cuatro o cinco grados en la calle. Lo dicen bien clarito las instrucciones del aparato que ha comprado y que, obviamente, no ha leído».
La cara de tonto que se les quedaría sería gloriosa si cayeran en la cuenta de que, de un tiempo a esta parte, los frigoríficos y las máquinas de hacer hielo sólo funcionan cuando hace un frío del carajo. Pues, lo crean o no, este fenómeno 'psico-meteorológico' va camino de tomar carta de naturaleza en Vitoria.
Como habrán leído, esto mismo le ocurre al Ayuntamiento cada año, con la malhadada pista de agua -perdón, de hielo-, que instalan cada Navidad en la plaza de la Virgen Blanca. Viene a suceder que cuando no hace frío, como si se tratara de uno de esos gin-tonic de medio pelo en vaso de tubo, la pista queda anegada y los niños, más que patines, deben calzarse unas katiuskas o unos escarpines e ir a patinar con el patito hinchable y los manguitos por si naufragan.
Cuando yo era niño estas cosas sólo le sucedían a un tal Abundio, que era un personaje recurrente del que se contaban todo tipo de anécdotas atrabiliarias. 'Eres más tonto que Abundio, que vendió el coche para comprar gasolina', decíamos de corrido. Pues bien, Abundio se reencarna una y otra vez en nuestro solar patrio, en forma de un híbrido de pista de hielo, piscina y bidet que sigo sin comprender con el paso de los años.
Pero el rosario de hechos singulares no sólo reside en asuntos como éste del hielo aguachinado. No. También gozamos de especificidades en sorteos y loterías varias. Si no, echen un vistazo a la recientemente perpetrada Rifa de San Antón, asunto al que tampoco acabo de encontrarle el busilis.
Por San Antón, como sabrán, se rifaba antaño un cerdo para proveer de fondos a las menguantes cuentas del hospicio. Con el tiempo, el sorteo fue perdiendo su sentido inicial, resultando actualmente una cuestión más lúdica y festiva con que colorear nuestro peculiar imaginario.
Los vitorianos, imbuidos de un moderno sentido de la bondad, cambiamos nuestra mirada caritativa de los hospicianos al pobre marrano. Y amnistiamos al cerdo para evitar respuestas comprometidas a las preguntas con que los niños inquirían a sus padres sobre qué nombre le pondrían al cerdito si les tocaba.
Así, el cerdo fue liberado del tormento. Aunque sólo temporalmente, ya que sus huesos darían en el matadero, sí o sí, una vez que la atención sobre el sorteo diera paso a otras cuitas informativas. Lo que resulta irónico es que uno de los premios de la rifa que ha sustituido al cerdo sea el de un lote pintiparado y variopinto de ibéricos.
Los niños no ponen nombre a unos blíster de jamón al vacío, ni a unos salchichones cilíndricos, aunque a veces la chapa del marchamo nos recuerde a la placa identificativa de una mascota. Pero, como los embutidos no tienen ojitos con que mirarte, por fortuna los peques no relacionan ese lote de productos con la carne mollar del cerdito que aparecía encerrado en la jaula anunciadora de la rifa de San Antón.
Embutidos de algas
Como todo el mundo sabe, parecen decir los organizadores de la rifa, a los cerdos ibéricos y de bellota los matan a besos y con música clásica de fondo. Y claro, no son como el 'Txato' alavés, con ese hocico tan gracioso y tan nuestro, al que liberamos como a Barrabás.
Dirán ustedes que estoy un poco impertinente y tienen toda la razón. Pero es que sangro por la herida. Pues bien, ni cesta, ni ibéricos, ni lotería, ni rifa de San Antón. De nuevo me quedé con dos palmos de narices y a verlas venir. Recuerdo antaño a aquellos presidentes de clubes de fútbol y especuladores de toda condición, a los que les tocaba la lotería todos los años. Y no era tanto que ganaran dinero como que salían en la tele enseñando los décimos de la suerte en ruedas de prensa abarrotadas de periodistas, encendiéndose los habanos con billetes de mil duros.
Todos, incluso los de Hacienda, sabían que habían pillado los boletos premiados en el mercado de segunda mano, pagando el cinco por ciento de plusvalías para blanquear sus almacenes de billetes. Pero en el fondo, no se trataba sólo de blanquear dinero. Se trataba de algo más sutil. La cosa era humillar al público en general, al ciudadano corriente y moliente, al sufrido contribuyente, haciendo una ostentación pornográfica de poderío, alardeando de estar por encima de la ley, y de ser inmunes a fueros y decretos de los que atenazan al resto de los mortales.
Con corazón contrito, enfilo el fin de año confiando en que la lotería del Niño me saque de apuros, permitiéndole algún capricho a éste su humilde servidor. Y que el nuevo año nos traiga hielo de verdad para la pista y embutidos de algas Kombu y quinoa para la rifa. Amén.
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