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Hay dos anécdotas que tal vez ayuden a entender el contorno humano y artístico de Joaquín Achúcarro. La primera tuvo lugar en el 2003 cuando el pianista se abrazaba a Zubin Mehta poco antes del concierto en el que este último dirigía en Bilbao a la Filarmónica de Israel. Ya en la soledad de su camerino, Mehta repetía sincero y conmovido: «Joaquín, el gran señor, el gran señor». Sí, quizás sea esa la cualidad humana que distingue y separa la persona del artista, al hombre y su sinceridad del músico exitoso y triunfante. Un señorío humilde y a veces tímido el de Joaquín Achúcarro, ya lo digo, que tiene su importancia fundamental no solo a la hora de ganarse el respeto o el afecto del mundo de la música clásica, sino también a la hora de entender su oficio, es decir, la forma en la que el pianista piensa, configura y materializa lo que el compositor quiere reflejar en su partitura. En esa peculiar relación de Achúcarro con las grandes composiciones hay un sentimiento de respeto y una intención emocional que van más allá del sometimiento a las reglas de la perfección técnica. Algo que también quedó patente años después de aquel encuentro con Zubin Mehta, cuando un día en su casa, sentado ante el piano, Achúcarro contaba que a veces al tocar e interpretar se descubre que no hay una perfección única o que puede haber una con imperfecciones más interesantes y emocionantes. Pues sí, quizás sea esa manera tan peculiar de combinar su condición humana con la forma humilde, respetuosa e intensa de respirar primero e interpretar después las partituras y las obras lo que ha convertido a Joaquín Achúcarro en un gran artista, en un gran pianista siempre vinculado a la tradición de los grandes compositores y en un hombre de indudable atractivo humano y afectivo.

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