
Pantuflas a la bielorrusa
Las protestas contra un tirano no son un apoyo a títeres manejados desde fuera
Historiador y analista de política internacional
Martes, 15 de septiembre 2020, 23:01
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Historiador y analista de política internacional
Martes, 15 de septiembre 2020, 23:01
Ya estamos otra vez, aunque ahora cambiando colores por pantuflas. Veinte años han transcurrido desde la primera de las revoluciones de colores, la negra de ... Serbia (tras la destrucción de la Yugoslavia de Tito), que continuaron la rosa de Georgia (2003), la naranja de Ucrania (2004), la de los tulipanes de Kirguistán (2005), la también naranja de Azerbayán (2005) y la azul de Bielorrusia (2006). En las dos últimas se afianzaron gobiernos de tinte autoritario, a diferencia de las supuestas democracias de las primeras. En cualquier caso, todas acaecieron casualmente en el espacio geopolítico de la Eurasia poscomunista. Y en todas ellas las masivas y organizadas protestas postelectorales denunciaron fraudes en las urnas y exigieron la anulación de los resultados electorales. Estados, movimientos sociales, partidos políticos y organizaciones internacionales fueron los protagonistas de una película que se repetía sin cesar en el espacio postsoviético, desde el Cáucaso Sur hasta Asia Central pasando por el Este de Europa).
Considerar las revoluciones de colores como meras conspiraciones internacionales -sobre todo, estadounidenses- sería un recurso fácil y un craso error, puesto que los que participaron en las mismas tenían razones legítimas para protestar y para exigir un cambio de rumbo en sus países. Pero ello no es óbice para recalcar que sin apoyo exterior jamás habrían triunfado (las que lo hicieron). EE UU obtuvo de las mismas unos socios firmes en Georgia (aunque ésta perdiera Abjasia y Osetia del Sur) y Ucrania (con las pérdidas de Crimea y la región del Donbass). La revolución azul de Bielorrusia fue un gran fracaso y la sangrienta de Kirguistán un vano empeño, puesto que se integró en la Unión Económica Euroasiática.
Claro que la Bielorrusia de 2006 no es la de 2020. Las convulsas jornadas que vive el país desde las amañadas elecciones presidenciales del 9 de agosto han puesto en entredicho a su presidente y a un régimen cuya carta de presentación ha sido la represión indiscriminada de los ciudadanos. Alexander Lukashenko se ha equivocado al manipular el resultado de unas elecciones que muy posiblemente hubiera ganado. ¿Por qué decimos esto? Porque, a pesar del malestar, el país aún rentabiliza los beneficios del mantenimiento de su industria y de sus corporaciones agrícolas, de un aceptable sistema sanitario, de una alta tasa de alfabetización, de una de las más bajas tasas de desigualdad de Europa según el Índice Gini, de las ventajas sociales asociadas al régimen soviético (salarios, pensiones, etc.) y de seguridad económica y estabilidad.
La rebeldía y la contestación no son prefabricadas, son reales y con argumentos. La inquina y desafección hacia Lukashenko y su conciliábulo son auténticas y han aumentado en los últimos años. El deterioro económico, la nefasta gestión de la pandemia y la represión señalada anteriomente han generado esta respuesta ciudadana. Los errores cometidos por el propio Lukashenko han propiciado una crisis que puede acabar con su régimen. Pero, partiendo de estas certezas, debemos recordar también la intensa acción encubierta de Estados Unidos y la UE contra el país eslavo desde la época de la cruzada contra Milosevic, cuando 'The Washington Post' bautizó a Lukashenko como «el último dictador de Europa». Eran los años en los que desfilaron por Minks Richard Butler, William Walker, Michael Kozak, Hans-Georg Wieck, etc., la flor y nata del intervencionismo. Amparar y adiestrar a la oposición bielorrusa ha sido, y es, para EEUU y la UE parte de la errónea y peligrosa estrategia de separar las antiguas repúblicas soviéticas de Rusia.
La noche de las elecciones y los días siguientes, muchos bielorrusos salieron a las calles para protestar contra Lukashenko, no para apoyar a títeres manejados desde el exterior como el trío formado por Sviatlana Tsikhanovskaya, María Kolesnikova y Veronika Tsepkalo. Ni ellas ni la denominada oposición dirigen nada. Las protestas surgieron de forma espontánea, no tienen un liderazgo claro, son descentralizadas y horizontales. Estas tres mujeres son útiles como mascarada de sus maridos (el bloguero y 'hombre de las pantuflas' Syarhey Tsikhanouski, el banquero encarcelado por blanqueo y fraude Victor Babariko y el exembajador y creador del Silicon Valley bielorruso, cesado por conflicto de intereses, Valery Tsepkalo). Que cuenten con el poderoso apoyo, además de los gobiernos occidentales o de renombradas ONG nos recuerda otras 'revoluciones' amparadas en una estrategia de golpe blando. En el caso bielorruso, adornadas por la bandera del Ejército de Vlásov, punta de lanza de la Alemania nazi en la Segunda Guerra Mundial.
El lunes se reunieron en Sochi Lukashenko y Putin para tratar la situación bielorrusa y el apoyo ruso en esta coyuntura. Rusia va a intervenir en el conflicto, aunque aún no sepamos cuándo ni cómo. Mantener el régimen de Minks, aunque con otro presidente, es imprescindible para su supervivencia.
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