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Como cualquier autónomo superado por los trámites digitales, las comparsas vascas les piden a sus respectivas Haciendas forales -cada cual a la suya- que adapten ... la obligación de la factura electrónica a «su idiosincrasia». No se refieren a que lo de cobrar sin ticket sea una forma de ser, sino a que ellas son agrupaciones «de pueblo y de barrio» y no tienen ánimo de lucro. El problema es que las diputaciones son por su parte lo que son y aspiran a tener bajo el radar el lucro incluso aunque esté desanimado. Desanimado por la idiosincrasia. En Álava, las txosnas le dijeron ez al Ticket Bai y han comenzado a recibir las multas en serie. En Bizkaia, el plazo para servir una cerveza sin su correspondiente QR termina este año. Ahora las comparsas parecen moverse y del plante combativo pasan a la oferta de cooperación. Cuesta imaginar una forma de cooperar con Hacienda que no pase por enseñar las cuentas y justificar los números.
Con su lenguaje tradicionalmente insuperable -una vez llamaron a las fiestas «celebraciones de gran atavismo»-, las comparsas identifican el ticket con el fin del modelo festivo popular que ellas representan. Lo hacen a su manera: siendo asociaciones privadas que con frecuencia ejercen un llamativo control sobre el espacio público. También identifican la factura con un intento por privatizarlo todo. Esa privatización se combate de un modo original: evitando que lo que se ingresa en las txosnas contribuya, si corresponde, a las arcas públicas. Junto a las contradicciones, hay un problema de dimensiones.
Las Haciendas forales aspiran al control total -lo sabe bien el ciudadano- y eso les complicará la vida a las txosnas de pueblos y barrios que responden al modelo original y autogestionado: un colectivo buscándose la vida con imaginación para sacarse unas perras. El problema es en este caso tomar el espíritu como categoría. En lugares como Bilbao las txosnas son más bien el principal espacio hostelero en el centro de una ciudad que vive durante ocho días uno de sus grandes eventos económicos del año. Cada noche, pasan por esas barras multitudes y no es descartable que en su requerimiento de información, Hacienda tenga esta vez unos aliados insospechados: el resto de contribuyentes.
En lo que debe de haber sido una respuesta directa a la imagen de Trump con mitra, el cónclave eligió ayer al estadounidense Robert Francis Prevost como Papa. El nuevo obispo de Roma tomó el nombre de León XIV. Incapacitado para el análisis teológico o eclesiástico, diré que Prevost tiene hechuras de Papa. Da bien. Eso no quita para que tener un Sumo Pontífice de Chicago, Illinois, sea una enorme originalidad. El Papa es de Chicago, como Muddy Waters, Sam Giancana y Saul Bellow. Cierto que ayer no habló en inglés sino en español, para recordar a su parroquia de Chiclayo, en el Perú.
Cuando salió al balcón, pareció que la gente le pidió que botase, que botase, que botase. Ojalá Prevost se hubiese presentado haciendo un gesto temible a la Guardia Suiza y gritando: «¡Prendedlos!». Por supuesto, ayer las previsiones de los vaticanistas se cumplieron porque los vaticanistas son expertos que respaldan con su conocimiento especializado todas las posibilidades existentes. Tras estos días de intenso trabajo, y teniendo ya a León XIV al mando, se los imagina uno perdiéndose por el atardecer dulcísimo de Roma, en busca de la terraza perfecta para el primer negroni y con la tranquilidad que da el trabajo bien hecho.
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