Hechos nuevos, política vieja
Mostrar el drama humano y ético que nos hemos visto obligados a consentir para nuestra salvación es lo menos que les debemos a los viejos de las residencias
Si usamos de las palabras y los conceptos con un mínimo de aseo intelectual tendríamos que decir que normalidad, lo que se dice normalidad, sólo ... hay una: la que se nos impone cotidianamente; pero la crisis sanitaria, comadrona de palabros, ha puesto de moda hablar de la «nueva normalidad» como una realidad social distinta de la que existía antes de que el virus llegara, una realidad en la que las cosas serán distintas y todos estaremos renovados por nuestra particular catarsis confinada.
A mí me gustaría preguntarle a Pedro Sánchez cuando habla de la «nueva normalidad»: Oiga, señor presidente, ¿en esa nueva normalidad usted seguirá estando de mandamás? ¿Y seguirá su Gobierno? ¿Y seguirán los 'indepes' catalanes, y seguirá Casado de opositor gritón, y seguirá Iglesias de moralista modélico? ¿Seguirán todos? Entonces, ¿no será más bien una normalidad como la de siempre? Y es que los comentadores de ese futuro que habrá más allá de la pandemia se olvidan de advertir de que, por mucho cambio que haya, la humanidad que habitará el mañana será la misma humanidad de ahora, que no hay recambio para los seres humanos, y que ello nos garantiza un futuro muy parecido al actual. Para que se produjera una reconversión catártica de la particular condición humana (la «forma insociable de ser sociable» que le caracteriza según Kant) serían necesarios mucho más muertos, infinitamente más. Y aún así…
Vean si no cómo la actualidad política y mediática patria ha recuperado rápidamente su esquema interpretativo hecho de cainismo, confrontación y división. Durante unos pocos días la política y los medios se encontraron desorientados, porque se enfrentaban a problemas reales, tenían que tratar con las cosas, no con ideas y relatos. Vacilaron en su enfoque unas semanas. Pero ya lo han encontrado y es idéntico al anterior: es el cuento de la eterna lucha entre los buenos y malos, los fachas y los progres, lo público y lo privado, los pijos y los obreros. Ya tenemos de nuevo a personajes emblemáticos sobre los que centrar los focos y practicar el rasgado de vestiduras y la imprecación moral que nos encanta. ¡La vieja normalidad ha vuelto!
Y, sin embargo, en el seno de esta sociedad española que de nuevo se entrega entusiasmada a lo viejo han ocurrido realmente hechos nuevos, algunos tan terribles que merecerían un poco de atención y reflexión seria. Han ocurrido ante nuestros ojos y, sin embargo, ya parece que nunca tuvieron lugar. Me refiero la muerte de miles de viejos en las residencias, muertos en abandono y soledad en el confín de su dormitorio y su cama anónimos. Una mortandad de la que todavía hoy las autoridades ocultan su alcance y sus circunstancias. Y, sobre todo, que camuflan sus causas mediante el sistema de aplicarles los esquemas de la política vieja.
Camuflar lo sucedido es hablar del mercantilismo, del privatismo o de los fondos buitre como propietarios de las residencias, unos propietarios malvados que habrían provocado o tolerado el contagio y muerte de los ancianos residentes. O sugerir la conexión entre propiedad y muerte. Camuflar la mortandad es señalar que en las residencias no había medios adecuados para proteger y tratar al personal o a los viejos. Pues, ¿cómo iba a haberlo? ¿Es que las residencias eran hospitales, donde por cierto tampoco había medios de protección? Camuflar el sacrificio, porque eso es lo que fue, un sacrificio, es no querer reconocer que la burocracia sanitaria, estatal y autonómica, fue la que decidió mantener aisladas las residencias y no permitir que sus viejos infectados fueran ingresados, no permitir tampoco que los familiares los sacaran de allí. Camuflar lo sucedido es no reconocer que si los hospitales españoles no han colapsado ello se debe a que miles de viejos se han muerto púdicamente en sus cuartos de la residencia sin acudir a rebosar los hospitales. Tampoco tenían elección, es cierto, pero es como para reconocer su muerte como lo que fue, un sacrificio por los demás.
Camuflar lo nuevo sucedido es no hablar sin tapujos de esas decisiones burocráticas que no dieron a los viejos de las residencias ni siquiera la oportunidad de que su caso fuera juzgado por el comité médico-ético de turno. Camuflar es no sacarlas a la luz para poder enjuiciarlas públicamente. Porque lo terrible del caso es que muy posiblemente fueron decisiones correctas y obligadas, pues había que salvar la sanidad ante todo. Pero mostrar lo terrible de lo sucedido, el drama humano y ético que nos hemos visto obligados a consentir para nuestra salvación, es lo menos que les debemos a los viejos de las residencias. Es un hecho nuevo, sin precedentes en nuestra historia, que requiere una reflexión abierta y limpia sin los trampantojos de la política vieja. ¿Será posible?
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