Netanyahu, ¿presidente de Estados Unidos?
En teoría, el presidente de Estados Unidos es Donald Trump. Sin embargo, cualquiera podría creer que dicho cargo lo ejerce Benyamin Netanyahu en persona.
Estados ... Unidos siempre ha sido el apoyo fiel y constante de Israel frente a toda contingencia, pero este apoyo nunca fue incondicional ni total, ni podía serlo porque una superpotencia global debía forzosamente contrabalancear otros muchos intereses. Por eso los norteamericanos se resistieron siempre a la expansión de los asentamientos israelíes en Gaza y Cisjordania. Aceptaban, al menos en teoría, un Estado palestino, y se negaban a reconocer a Jerusalén como capital de Israel o a instalar su embajada allí.
Donald Trump ha destruido todos estos delicados equilibrios, sin reemplazarlos por un plan coherente. Se limita a seguir al pie de la letra los deseos de Netanyahu a costa de cualquier otro factor, incluidos los intereses nacionales de Estados Unidos: traslada la embajada norteamericana a Jerusalén, revienta el acuerdo nuclear con Irán, reconoce los Altos del Golán como territorio israelí, reconoce todos los asentamientos israelíes como legítimos y corta la financiación para la UNRWA, la agencia de la ONU que ayuda a los refugiados palestinos. Ahora propone un plan de paz que sigue al pie de la letra el guion israelí. Se supone que dicho acuerdo ha llevado tres años de trabajo, pero los palestinos ni siquiera han sido consultados, y parece más bien la divagación geopolítica que podría pergeñar en una sola tarde Jared Kushner, yerno de Trump, anotando lo que le dictase su amigo personal Netanyahu.
Este «acuerdo del siglo» -típica jactancia trumpiana- se supone que duplica el territorio palestino, pero lo que les ofrece realmente es el 60% del territorio que perdieron en la Guerra de los Seis Días, parcelado además en seis segmentos separados entre sí. Israel se queda con todo el valle del Jordán, y por lo tanto con todas las reservas de agua, convirtiendo los territorios palestinos de Cisjordania en enclaves totalmente rodeados por Israel. Además, de propina, dos segmentos de territorio desértico junto a la frontera egipcia del Sinai, que los palestinos ni habitan ni reclaman.
Trump ofrece reconocer un Estado palestino pero con una soberanía limitada, desmilitarizado. La capital estaría en Jerusalén, pero a la vez declara que la ciudad maldita será la capital eterna e indivisible de Israel. Obviamente, ambas cosas no pueden ser al mismo tiempo. También ofrece 50.000 millones de dólares en inversiones, pero ese dinero se iría entregando a lo largo de diez años, dependería de las condiciones políticas y solamente la mitad iría a los territorios palestinos. En cualquier caso, todos esos millones ¿en qué consistirían realmente? ¿En contratos para empresas de EE UU? La experiencia nos muestra que estas promesas suelen valer la mitad de la mitad, y eso con suerte.
Sin embargo, hay un ferviente deseo israelí que Trump no se ha mostrado capaz de cumplir: acabar con Irán. Trump asume la pose de un macho alfa, pero no es más que un empresario deshonesto y narcisista que todo lo ha apañado siempre con triquiñuelas, sobornos, bravuconadas y engaños. Por lo tanto, lanza amenazas feroces pero al final no ataca, incluso cuando los iraníes hostigan el tráfico naval en el estrecho de Ormuz o sabotean las refinerías saudíes. Es cierto que ha asesinado al general Suleimani, pero incluso eso lo hizo a instancias del Pentágono y lo mataron en Irak, no en Irán. Una vez reventado el acuerdo nuclear negociado por Obama, si Trump no recurre a la fuerza, todo depende de las sanciones económicas, pero dichas sanciones, aunque retrasen mucho el programa nuclear iraní, no lo detendrán.
Ese podría ser el legado duradero del seguidismo de Donald Trump hacia Netanyahu: un Irán con armas nucleares.
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