Natalidad, salarios y corresponsabilidad
Hagamos posible que nuestras jóvenes y nuestras parejas tengan los hijos que deseen, y para ello necesitan disponer de recursos propios y poner políticas públicas a su disposición
En Euskadi nacen pocos niños, insuficientes para mantener el actual volumen de población. Bueno, en el País Vasco, en España y en Europa, quizá con ... la excepción de Francia. Hace ya muchos años que viene bajando la natalidad, y no vemos en el horizonte cambios de esta tendencia. Estamos muy lejos de los índices de reposición (fecundidad de reemplazo), que en todo caso debe ser superior a 2 y estamos en un 1,35%, cuando en 1975 era del 2,8%. Aunque la cuestión afecta a toda Europa, nosotros lideramos también este ranking. La cuestión en sí origina desajustes en los sectores dedicados al trabajo con la infancia y en el acceso de cada vez menos jóvenes autóctonos al mercado laboral. Si a ello añadimos que los que salen por jubilación son más que la población que se incorpora, el conjunto de la población activa disminuye naturalmente, aunque luego se corrija con la incorporación de otros colectivos al mercado laboral y con la ciudadanía inmigrante. Este hecho también supone una disminución de la población parada, lo que produce la sensación de que mejoramos por crecimiento, que es cierto, pero solo a medias.
¿Por qué no nacen más niños? Naturalmente porque hay muchas parejas y posibles madres que, aunque lo deseen, sopesan mucho esa posibilidad. Si la felicidad que aporta un niño se compara con las cargas que supone, los padres y madres potenciales se retraen, y en todo caso retrasan esa decisión. La actual edad media de maternidad se sitúa en los 33 años, cinco más que en 1975.
Al tiempo que constatamos que la mayoría de los jóvenes desean tener hijos, su decisión de cuándo y cuántos se retrasa por otros condicionantes; el más importante, sin duda, sus posibilidades económicas. Nuestros potenciales padres y madres tardan demasiado en conseguir una estabilidad laboral y salarios suficientes para plantearse la cuestión. Tener que esperar, de media, hasta los 35 años para poder sentir cierta holgura económica es demasiado tiempo y empieza a ser tarde. Se nos empieza a pasar el arroz, en expresión de no pocos.
La segunda gran dificultad cuando se tienen hijos es la conciliación de la vida laboral y familiar; tanto si se es familia monomarental/parental o pareja con empleo de ambos. De entrada, las mujeres lo sufren no solo como madres en casa, sino como empleadas, desde el embarazo y hasta bien pasados los primeros años de vida de los niños. De hecho, la brecha salarial que se abre en las mujeres desde el momento en que quedan embarazadas se sitúa en todos los estudios por encima del 20% y ya no se recupera. Y otra brecha del 25%, debida a la contratación a tiempo parcial, se abre entre hombres y mujeres a causa de la maternidad. Los estudios aquí citados se refieren a la brecha que se produce por el primer hijo. Podemos entender que el segundo no lo mejora, ¿verdad?
La promoción laboral femenina se resiente en demasiados casos. Nuestras empresas no terminan de encajar con empatía la condición de sus trabajadoras como madres de niños, al tiempo que la debida corresponsabilidad en pareja tiene todavía entre nosotros un largo camino pendiente de recorrer, aun reconociendo los avances de las actuales generaciones en relación con la nuestra y la de nuestros padres. Las amumas, sobre todo -algunos aitites también-, suplen en buena parte las necesidades de cuidados, y es esencial tenerlos cerca y disponibles en las decisiones de las y los jóvenes de ser madres y padres.
A veces nos preguntamos por qué y cómo lo hicimos nosotros en épocas anteriores. Los tiempos, la cultura y las exigencias nos han ido cambiando. También ahora la atención que los niños necesitan es más sofisticada y exige mayor dedicación.
El objetivo de nuestra sociedad no debe ser el fomento de la natalidad como obsesión, para seguir teniendo suficiente población autóctona, ni de necesidad de garantía de población para trabajar. El foco debe centrarse en procurar a nuestras jóvenes la posibilidad de tener los hijos que deseen tener; los estudios lo sitúan en dos hijos como media. Es evidente que no vamos a alcanzar la tasa de reposición necesaria, por lo que aceptar que, en un futuro, cada vez conviviremos con mayor número de inmigrantes es también una obviedad. Inmigrantes que, por cierto, elevarán nuestros índices de fecundidad general en el tiempo, porque vienen de otras culturas. La interculturalidad y diversidad que ello conlleva deben ser vividas entre nosotros como una oportunidad de enriquecimiento social y cultural. Enrocarse en posiciones xenófobas, además de inmoral, es muy poco inteligente.
Hacer posible el sueño de tener los hijos que se desean nos exige cambiar radicalmente nuestro modelo social y económico. Exige que los jóvenes trabajadores no padezcan años de precariedad en salarios y condiciones. El trabajo es la fuente primaria del ascenso social, y es absolutamente imprescindible para soñar en tener los hijos que deseamos. Exige también políticas de inversión en infancia y familia que contribuyan a facilitar la maternidad y paternidad responsables y corresponsables. Los recursos públicos para estas políticas no pueden escatimarse.
Anticipemos una sociedad envejecida, que cuida y necesita de cuidados. Una sociedad plural y acogedora de una inmigración tan necesaria como enriquecedora. Hagamos posible que nuestras jóvenes y nuestras parejas tengan los hijos que deseen, y para ello necesitan disponer de recursos propios y poner políticas públicas a su disposición. Esto es posible, pero exige que tomemos profundamente en serio las demandas de los jóvenes, en su lugar de trabajo, en su familia, en su país.
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