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De entre todas las curiosas iniciativas turísticas que hay por este mundo, llamó mi atención un museo situado en un palacio barroco de Zagreb (Croacia) dedicado a las relaciones rotas. Me interesé por aquel insólito reclamo y averigüé que la idea surgió entre un par de artistas que, tras unos años de amor, decidieron separarse para exponer a la vista los objetos que habían sido testigos de su amor fallido; del fracaso amoroso al arte conceptual. Las visitas les sorprendieron a ellos y a mí también. El morbo, naturalmente, no estaba en los objetos en sí mismos, sino en los textos, casi microrrelatos, que los acompañaban, justificando la presencia de objetos tan peregrinos como una tostadora de cuarta mano testigo de una pasión que ya era recuerdo. La visita estimulaba el voyerismo elevando el cotilleo a categoría de arte. Me dio por pensar que Madrid, que no tiene mar, ni a Gaudí, y que la iglesia de La Almudena es tirando a fea, era una candidata oportuna a una sucursal de ese sospechoso turismo que reasume la estupidez y desde luego la osadía. Lo digo por lo de las relaciones rotas y la fricción con el Vaticano. No quiero ni imaginar que Franco acabe en una cripta de La Almudena posibilitando la victoria de las contradicciones democráticas y que una cola de brasileños que hayan votado a Bolsonaro rodeen la catedral para rendir honores al general.

Está claro que hay que pensar las cosas antes de hacerlas públicas; tenerlas previstas, negociar y no caer en la tentación de topar con la diplomacia vaticana, que no tiene problema alguno en enderezar por enésima vez las declaraciones de una ministra. La verdad es que este asunto está resultando cansino, desagradable y estimulante para los que retuercen la historia. A los ciudadanos nos urge acabar con esta película mala que lleva en cartelera demasiados años. A la familia de Franco, a sus nietos y biznietos o, al menos, a parte de ellos, siempre les gustó el dinero y por eso tienen criptas y pazos. Este trajín, cada día más chapucero, no puede converger sino en una negociación en la que los herederos de aquellos años oscuros paguemos a los herederos de quien nos los proporcionó, y si no al tiempo; los errores se pagan. No me extrañaría que en Navidad o cerca de las elecciones generales un misterioso comprador del Pazo de Meirás apareciera como por arte de magia y el general pasara a un cementerio civil, donde debiera de estar si los políticos tuviesen la valentía de afrontar las asignaturas pendientes de sus predecesores. De momento, sinceramente creo que Madrid, y solo por su centralidad, es una candidata firme a una sucursal del museo de las relaciones rotas. Por el material no deben preocuparse; nuestro Parlamento lo genera como si fuera una panadería, aunque nos repitan, con gesto insistente y diariamente, que el diálogo es clave de todo.

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