Lecciones de la pandemia (y la tontería)
El foco ·
En el futuro nos dominará más que nunca la sensación de fragilidad, desconcierto y buena o mala ventura de la que está tocado todo lo humano y desarrollaremos un arte para convivir con esa incertidumbreLa pregunta sobre lo que aprenderá la Humanidad después de la pandemia depende de una cuestión previa, la de si la Humanidad es capaz de ... aprender. La Humanidad esta compuesta por muchas individualidades, así que debemos decidir si es posible el aprendizaje colectivo. En una Humanidad mejorada incluso un tonto se comportaría la mayor parte de su tiempo de modo inteligente porque actuaría en un entorno institucional y social que lo es y que puede permitirse algunos elementos discordantes gracias a unas costumbres cívicas que mueven espontáneamente a la mayoría de los ciudadanos particulares a comportarse de la manera más acertada.
Cualquiera que mire el asunto con imparcialidad debe aceptar que el progreso material y moral existe. Lo interesante no estriba en ese progreso, que no es dudoso, sino en por qué algunos se empeñan en negarlo, normalmente por razones ideológicas: el sistema no puede ser bueno, se dicen, si me estoy declarando antisistema. Pero lo cierto es que nadie cambiaría este sistema en el que vivimos en Occidente -democracia socio-liberal- por otro anterior de hace dos mil, mil, quinientos, cien, cincuenta o veinticinco años si desconoce la posición que ocuparía en él, y, bien pensado, aun conociéndola y le tocara ser emperador. Luego -he aquí el meollo- la Humanidad sí es capaz de aprender y mejorar. Lo que ocurre es que dicho progreso es siempre lento, imperceptible en el curso de una vida humana, lo que motiva el escepticismo de algunos, que sólo creen en lo que ven. Y además se produce con muchos rodeos, retrocesos y caídas en el abismo, motivado casi siempre por ocasiones históricas dolorosas, y por añadidura los resultados finales son precarios, reversibles, carentes de firmeza, de suerte que nunca excluye una segunda caída del Imperio Romano y vuelta a la antigua barbarie. Por ejemplo, a fines del XIX muchos salieron a la calle exigiendo un mayor reconocimiento de derechos -obreros, pobres, mujeres, niños-, pero se necesitaron no una guerra mundial sino dos para generalizar ese anhelo, hasta que al cabo, como por obra del milagro, la comunidad internacional aprobó en 1948 la Declaración Universal de Derechos Humanos. A partir de entonces todo el mundo conoce la regla exigible y, aunque se viola, ya nadie puede hacerlo sin envilecerse.
En conclusión de lo anterior, la Humanidad progresa y, por su parte, la pandemia es una de esas experiencias traumáticas que nos abren al aprendizaje colectivo. Esto no nos garantiza, repito, que, dada la lentitud con que se aprende la lección, esta generación sea testigo de sus frutos, lo que confirmará en los escépticos su cinismo de siempre. Pero, aun por conductos invisibles, ese avance seguramente se verificará. Entre todos los campos en que desplegará su efecto, selecciono ahora sólo tres.
Pandemia sugiere etimológicamente la reunión de todo (pan) el pueblo (demos), un mal que se cierne sobre toda la comunidad. La palabra ya nos indica la dirección correcta: un mismo pueblo se halla unitariamente amenazado. Posiblemente sea este virus la primera experiencia simultánea y universal de la historia de la Humanidad, que ha obligado a ésta, en posición arriesgada, a cambiar dramáticamente de hábitos. Demasiadas fronteras, muros, identidades y regionalismos se han resistido últimamente al imparable impulso cosmopolita en continua expansión, que nos enseña que, aun subsistiendo muchas etnias en el planeta, hay un sola raza, la Humanidad, sostenida en un mismo principio, la dignidad individual. Ante una enfermedad que ha puesto a prueba de golpe la salud de la especie humana, cuya extinción ya no parece imposible, se renueva forzosamente en hombres y mujeres el sentimiento de que todos ellos con pleno derecho son igualmente ciudadanos del mundo (cosmopolitismo).
En segundo lugar, las relaciones interpersonales. El virus nos ha exigido el confinamiento y la llamada distancia social. Curiosamente, sólo hemos podido demostrar nuestra filantropía separándonos del prójimo en un mohín de aparente misantropía. Ni contagiar ni contagiarse: esta era la consigna, pues, conforme a un dictum popularizado por Hobbes, el hombre ha sido en este tiempo un lobo para el hombre, si al acercarse demasiado a él colaboraba contra su voluntad en la transmisión de la enfermedad. La distancia ha promocionado las tecnologías que permiten relacionarse sin tocarse, en simultaneidad de tiempo y disparidad de espacios. Hemos adquirido habilidades antes impensadas y demostrado la productividad del teletrabajo. No me extrañaría que la pandemia hubiera actuado de acelerador de este proceso de transformación tecnológica de la sociedad. Y tampoco que algunos hábitos de higiene permanezcan convertidos en sólidas costumbres de urbanidad incluso después del descubrimiento de la vacuna.
Y, por último, el sentido de la deportividad. La vida tiene algo de absurdo cuya solución no es teórica sino práctica. Sabemos que vivir es deporte de alto riesgo y quien juega a ese juego sabe que sufrirá contratiempos, algunos muy graves, y, como buen aficionado, los acepta de antemano. Hacemos de hombre y de mujer en la comedia de la vida y, con buen sentido, sólo aspiramos a hacer un buen papel. Si esto era así en la normalidad previa, donde la Fortuna se complace día tras otro en desbaratar nuestros planes, la pandemia ha llevado esta arbitrariedad previa al colmo. Cada uno de nosotros podríamos contar cuántas cosas ha cancelado o pospuesto el virus en los meses pasados y siguientes, sin que ni el más prudente pudiera imaginar nunca una catástrofe de esa magnitud. En el futuro nos dominará más que nunca la sensación de fragilidad, desconcierto y buena o mala ventura de la que está tocado todo lo humano y desarrollaremos un arte para convivir con esa incertidumbre. Incluso recordaremos esa gran verdad que dice que la conciencia de la vulnerabilidad de nuestra condición, puesta en peligro mortal, es la que paradójicamente hace brotar los bienes que hacen la vida digna de ser vivida.
Cosmopolitismo, relaciones interpersonales y deportividad. La Humanidad acabará aprendiendo estas lecciones y de este modo podrá soportar un número de tontos mayor que antes sin alterar su probable progreso.
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