Las lágrimas de Pablo Iglesias
La investidura de Sánchez significa, sobre todo, el triunfo del líder de Unidas Podemos, que aventaja al resto en algo tan esencial como es vivir la política 24 horas al día
Erraron el tiro Inés Arrimadas, Pablo Casado y Santiago Abascal al calificar a Pedro Sánchez como traidor, felón, ultra, peligro público y no sé cuántas ... cosas más. Y tuvieron que ser las lágrimas de Pablo Iglesias, al final de la votación de investidura, las que delataron lo que realmente estaba ocurriendo ahí. No fueron la anécdota final del día, el toque humano en medio de tantas cuchilladas dialécticas, el agradecimiento por el esfuerzo de una diputada gravemente enferma cuya ausencia, no obstante, no habría alterado el resultado final. Esas lágrimas han significado otra cosa mucho más profunda esta vez. Por fin Pablo Iglesias ha conseguido lo que venía buscando desde que, tras las elecciones de 2015, en la cresta de la ola podemita, le ofreció al Rey que Sánchez formara un Gobierno de coalición con él como vicepresidente, ¿recuerdan?
Aquella propuesta de Podemos al PSOE venía, además, condicionada desde el principio por una exigencia previa: pactar con Podemos excluía por definición cualquier otro acuerdo transversal. Pedro Sánchez lo ha sabido siempre. Ya lo sabía cuando firmó un acuerdo solemne con Albert Rivera para ir juntos a aquella primera sesión de investidura en marzo de 2016 a la que se presentó cuando Rajoy rehusó hacerlo. Por eso, tras las últimas elecciones de este año, en noviembre, y tras la experiencia frustrada de las de abril, actuó rápido, en un movimiento súbito pero inevitable, pensado y macerado, anunciando el acuerdo con Podemos que ha culminado ahora. Era su única posibilidad para no repetir elecciones y, por tanto, para no hacerse el harakiri. Y era la mejor oportunidad para obrar de esa forma, cuando la distancia entre PSOE y Podemos es ahora la mayor conseguida desde aquellos comicios de diciembre de 2015 en que los morados estuvieron a punto de dar el 'sorpasso'.
Por lo tanto, esta investidura de Pedro Sánchez significa, sobre todo, el triunfo de Pablo Iglesias en su propósito de formar un Gobierno de coalición con el PSOE, tal como venía reclamando desde enero de 2016. Las sucesivas bajadas de influencia del partido morado -salpicadas de defenestraciones, divisiones, hiperliderazgo y desafecciones sonadas- han culminado paradójicamente en la consecución de lo que venían buscando desde el principio: tocar poder, formar parte del Gobierno, como fórmula para exorcizar todos sus particulares demonios.
Por eso es por lo que cualquier análisis de lo que ha ocurrido que se centre única y exclusivamente en la figura de Pedro Sánchez errará sin remedio. Porque quien tiene la manija de los apoyos que han permitido formar Gobierno no es Pedro Sánchez, es Pablo Iglesias. Él es quien ha tejido la abstención clave de ERC con sus visitas a Oriol Junqueras en la cárcel y antes de la cárcel, y con su petición de referéndum de autodeterminación en Cataluña y con su utilización del término de «presos políticos», vuelta a reafirmar en el debate de investidura al agradecerle a ellos y a los «exiliados» sus esfuerzos por llegar a acuerdos y facilitar la elección del líder socialista.
Y, mientras tanto, hemos tenido que ver la torpeza de toda la derecha cargando contra Pedro Sánchez de manera inmisericorde, cuando el verdadero factótum de la investidura estaba delante mismo de ellos, asistiendo regocijado a un espectáculo que convertía a su futuro presidente en el único pimpampúm de la sesión, cargándole con toda la responsabilidad por sus tragaderas con los discursos de Montserrat Bassa y de Mertxe Aizpurúa, que explicaron la abstención de ERC y EH Bildu.
Pero quien está detrás de todas esas abstenciones, claves para la investidura, no es otro que Pablo Iglesias. Un político que aventaja a todos los demás en algo tan esencial como es su dedicación exclusiva a la política. Vive la política las 24 horas del día. La tiene metida en casa, para bien decir, puesto que su propia compañera y madre de sus hijos es la número dos de su partido, caso único en toda la política occidental. Ahora compartirán también tareas de Gobierno. Frente a eso la verdad es que las cosas se le ponen complicadas a cualquiera que compita con él. El único que se aproxima a ese nivel y que por eso se complementa tan bien con él en todas sus políticas, tanto aquí como en Madrid, es el PNV. Y Sánchez va a tener que ir a remolque en todos los asuntos verdaderamente serios de su gobierno, empezando por el contencioso catalán, por mucho que aparentemente parezca que es él, como presidente, quien toma la iniciativa y quien marca los tiempos.
Ha quedado demostrado, además, cómo se va a tener que hacer política en España a partir de ahora: en el alambre, con mayorías exiguas que, no obstante, no permiten la vuelta atrás. Ahora sí que resulta impensable una moción de censura contra un Sánchez apoyado por Pablo Iglesias, el PNV, ERC y EH Bildu. Pero fíjense que en ese maremágnum de partidos que apoyan a Sánchez el intermediario necesario siempre es Iglesias, que es quien acumula así poder político.
La derecha no debería perder ni un minuto más en analizar cómo ha llegado Pedro Sánchez al poder. El relato de sus vicisitudes solo explica cómo el PSOE ha dejado de ser felipista y guerrista para ser populista; y todo, por miedo a Podemos. Al PSOE actual solo le salva la imagen telegénica y 'kennedyana' del bello Pedro Sánchez, como le llaman en Italia. Pero su política ahora ya está en manos del verdadero populista, que es Pablo Iglesias.
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