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La fiebre política nacional

Juan Carlos Viloria

Lunes, 18 de septiembre 2017, 01:17

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La fiebre política ha alcanzado en España un grado superlativo por la conjunción de conflictos y encrucijadas que han detonado simultáneamente. La política se ha convertido en la esperanza para atajar los problemas y paradójicamente en una calamidad incapaz de solucionar los retos a los que se enfrenta la nación. El nacionalismo catalán y el populismo de izquierda han calentado la olla de la política hasta un grado próximo a la efervescencia. Eso se ha contagiado como una epidemia a la opinión pública, a los medios, a las instituciones culturales, judiciales, académicas y deportivas. La sociedad entera sufre una fiebre de política que lo invade todo y todo lo convierte en ideología, trinchera y sectarismo. Hemos pasado de un país relativamente satisfecho con delegar en la clase política las decisiones esenciales para su presente y el futuro, a una excitación huracanada que lo politiza todo. Hay una pulsión de democracia directa como si el país fuera una asamblea de facultad. La politización no se refiere tanto a un interés renovado por la participación en los asuntos públicos, que también, sino a una actitud sectaria para etiquetar todo lo que se mueve bajo determinado rótulo que implica de forma automática la adhesión o el desafecto. Sin más reflexión ni meditación. La participación política es requisito principal de la democracia. Ya lo dejaron bien sentado los atenienses que denominaban «idiotas» a los ciudadanos que renunciaban a intervenir en la cosa pública. Pero intervenir quiere decir arbitrar, mediar, ocuparse, controlar. No quiere decir apuntarse ciegamente a un bando para descalificar con intransigencia cualquier idea, doctrina o propuesta que provenga de otro. No implica la imposibilidad de la menor crítica a la gestión de los propios. Ni la clasificación del entorno en buenos y malos, progresistas o fachas, solidarios o mezquinos. Ni transformar el alineamiento con una facción política en odio hacia las otras. Ni apagar la televisión cuando aparece un analista, tertuliano, comentarista que no coincide con los propios argumentarlos. La primera víctima de la ideología es la verdad. Creo que lo apuntó François Revel. Y eso que el gran pensador liberal no llegó a vivir la demasía de las redes sociales.

Una parte del público ha confundido la participación política con el improperio al diferente, al otro, o al contrario, directamente o a través de internet. O la propagación de una consigna por el mismo conducto. O la descalificación personal para derivar hacia el descrédito de sus ideas. La politización y la ideologización del debate ha finalizado en una crisis de ideas sustituidas por el auge de las sensaciones. La duda es si esa fase se corresponde con un proyecto del populismo para derribar el sistema o es el resultado del caos y la confusión de una sociedad desencantada y perdida. Qué nostalgia de aquellos tiempos en que declararse «apolítico» estaba bien visto.

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