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ARCO tiene siempre, en cada edición, el doble condicionante derivado de la coyuntura económica y de la endémica debilidad del mercado coleccionista español. Son dos cuestiones de fondo que normalmente aparecen desdibujadas en el análisis al comienzo de cada edición, quizás postergadas en la reflexión por el optimismo desbocado del discurso oficial. En cuanto a lo primero, afortunadamente los síntomas de desaceleración económica y la incertidumbre reinante no deberían afectar todavía al pulso comprador de una feria que, con buen criterio, se ha decantado en los últimos años por primar en sus espacios, en sus horarios y en su organización a los coleccionistas o, incluso, las compras institucionales. Ahora bien, resulta innegable que la buena dinámica en las últimas ediciones de ARCO choca siempre y de forma inexorable con el tamaño exiguo del mercado del arte en España -tan solo el 1% de las ventas mundiales y el 2% de la europeas-, con su falta de transparencia, con una fiscalidad imposible y con una competencia global en el ámbito ferial mucho más que difícil. Piénsese, a este respecto, que el objetivo siempre buscado por ARCO de convertirse en la puerta europea para el pujante coleccionismo latinoamericano no solo compite con la formidable masa crítica de ART Basel o con la potencia de la FIAC parisina, sino muy especialmente en los últimos años con la exportación o la presencia de la primera en Miami.

Aún así, el dato de que el 70% de las 205 galerías que participan en la presente edición de Arco son internacionales no hace sino reflejar, a buen seguro, la potencialidad y el interés por un mercado español que debería despegar a poco que existiera una mayor atención política y una más importante colaboración público-privada.

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