Derecho y política en la sentencia del 'procés'
La sentencia del 'procés' nos anima a separar lo que reclamamos al Derecho y lo que pedimos a la política. No esperemos del Derecho lo ... que corresponde a la política. «No nos incumbe ofrecer soluciones políticas», dicen los magistrados del Supremo, si bien no siempre respetan su autolimitación.
El fallo desmonta la pretensión de presentar «el derecho a decidir como elemento de exclusión de la antijuridicidad, que operaría confiriendo legitimidad a las acciones imputadas». El tribunal niega la operatividad de ese derecho que «aparece como una invocación que se apoyaría en los mismos presupuestos que el derecho de autodeterminación».
Quiero tratar este asunto de una forma constructiva porque en este momento sobran las certezas absolutas y las convicciones definitivas. Creo que el Supremo, nos guste más o menos, no se equivoca al decir que «no existe anclaje jurídico» para esta pretensión -la del derecho a decidir- ni en el Derecho internacional ni en el comparado de nuestro entorno. Es más, a mi juicio, no conviene manejar las legítimas aspiraciones independentistas en términos de derechos fundamentales, dado que este lenguaje remite en el imaginario a contenidos que son percibidos como innegociables, indiscutibles, no sujetos a contraste o limitación. No debemos tratar en estos términos asuntos políticos que por definición son transaccionales.
Pero esta afirmación conlleva un corolario necesario: que la política sí admite esa flexibilidad que el Derecho no contempla. Por eso veo contraproducente que la sentencia defienda que «el concepto de soberanía sigue siendo la referencia legitimadora de cualquier Estado», una afirmación muy matizable en nuestra realidad. El tribunal reconoce que «asistimos a una transformación de la soberanía, que abandona su formato histórico», pero se muestra cerrado a entender las formas de soberanía compartida de la práctica real española que poco tienen que ver con eso que llama, con poca fortuna, a mi juicio, «federalismo funcional sobrevenido».
Me quedo con la afirmación de que «el consenso constitucional puede redefinirse, pero no destruirse unilateralmente». El sinsentido político de hace dos años no debería haberse producido. Las instituciones españolas deberían haber gestionado el conflicto sin que se derivara en una sucesión de despropósitos incontrolables. Las autoridades catalanas deberían haber conducido el asunto de una forma que mejorara la convivencia, la libertad y los derechos de sus ciudadanos, en lugar de dirigirlos en dirección contraria.
Muchos opinan que las penas son desproporcionadas, otros dicen que corresponden a actuaciones graves, conscientes, de consecuencias advertidas, y resultado de un procedimiento con plenas garantías propias de un Estado de Derecho. Creo que ambas posiciones tienen razón. Pero no me interesa discutir aquí el acierto o desacierto de la sentencia. Prefiero hablar de futuro.
No sirven ahora en Cataluña las llamadas a elevar el grado de la protesta social, como se está viendo con los graves incidentes de estos días. No dudo de su capacidad de movilización, dudo de su utilidad para mejorar la situación. No es el momento de los absolutos, del Destino y la Historia escritas con mayúsculas. Es el momento de la inteligencia, de la mesura, de la negociación y de la política. Veo en la reacción de algunos de los condenados más sensatez que en muchos de los que hablan en su nombre.
Pero el momento electoral no permite reflexionar, buscar alternativas innovadoras y valientes, o arriesgar en favor de la convivencia. Si, por ejemplo, los resultados electorales permiten la participación corresponsable de un partido nacionalista catalán en la gobernabilidad de España, pongamos ERC, eso no puede ser entendido como un problema, sino como una buena práctica de un Estado complejo con acuerdos de mutua lealtad. Esos acuerdos sólo serán posibles con una solución relativamente rápida de las consecuencias de esta sentencia, lo que ni de lejos debe entenderse como una debilidad del Estado de Derecho.
No cabe una solución sin que los principales actores españoles reconozcan la legitimidad de los distintas identidades nacionales y la necesidad de gestionar un Estado diverso de gobernanza compleja. Tampoco habrá salidas sin que los nacionalistas en Cataluña reconozcan la complejidad de su país, la existencia de diversas identidades que ni son -ni es deseable que sean- uniformes, y la imposibilidad de imponer soluciones de una mitad contra la otra.
Esta semana, el Instituto Elcano ha publicado un informe con conclusiones interesantes: «No es imposible un nuevo pacto territorial (…) es mejorable la capacidad de influir en las instituciones del Estado y en algunas cuestiones simbólicas (…) se puede dotar de más recursos y transparencia a la financiación, sin perjuicio de que se mantenga la redistribución interterritorial (…) Lealtad federal, acuerdos consociativos y reparto de poder serían elementos en una solución».
Dos riesgos se oponen a esa visión: si la reacción social en Cataluña se sigue elevando y nos coloca en la casilla de partida la misma película se volverá a repetir tan inútilmente como en su primera edición; si la derecha española sigue empeñada en entender la diversidad nacional como un problema a combatir, nada podrá avanzarse. Es posible convertir el problema en oportunidad, pero se necesita, en ambas partes, de políticos con generosidad y grandeza intelectual, con visión, valentía y responsabilidad de Estado.
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