El coste económico del terror: dificultades para su cálculo
ETA causó un grave daño económico, pero la coincidencia cronológica convierte en misión casi imposible analizar el terrorismo y la crisis como causas separadas de la decadencia vasca
En 1979, Javier García Egocheaga le dijo a Xabier Arzalluz, en respuesta a un requerimiento de este, que sobraban cien mil trabajadores en la industria ... vasca. El que fuera después consejero y vicepresidente del Gobierno vasco conocía bien la profundidad de la crisis por haber sido hasta entonces director general de Industria, e incluso se quedó corto en sus pesimistas estimaciones, pues en los quince años siguientes se perdieron 130.000 empleos. Una buena parte de la industria tradicional vasca no logró adaptarse a las nuevas circunstancias de los años 80 y 90, mucho más exigentes para los empresarios debido a la actuación libre y contundente de los sindicatos, la apertura de los mercados y la aparición de nuevas tecnologías y competidores. A menudo las fábricas se dejaron caer sin atender a las inversiones requeridas para su supervivencia o modernización. En este ambiente de profunda decadencia económica ejerció ETA su actividad terrorista.
Recientemente, en una obra editada por La Esfera de los Libros (‘La bolsa y la vida’, coordinada por Josu Ugarte), hemos intentado establecer el coste que la extorsión de ETA contra los empresarios ha supuesto para la economía vasca. Los ejemplos de deslocalización de empresas y huida de empresarios amenazados, sumados a los casos concretos de oportunidades de inversión perdidas y la más que probable caída de visitas turísticas evidencian que ETA causó un grave daño económico al País Vasco y Navarra. Además, durante largo tiempo ha costado fichar a directivos de otros lugares, promover la iniciativa empresarial o convencer a los hijos para que se impliquen en las empresas creadas por sus padres, lo que ha complicado la gestión y los procesos de sucesión. Todos estos factores dificultaron que la economía vasca se recuperara en los peores años de las crisis y del terror, en la década de los 80 y a principios de la de los 90, y la han lastrado hasta fechas recientes.
Sin embargo, la coincidencia cronológica convierte en misión casi imposible analizar el terrorismo y la crisis económica como causas separadas de la decadencia vasca de aquellos años. Complicando aún más el problema, la autonomía fiscal pactada con el Estado desde 1981 y renegociada favorablemente en ocasiones sucesivas como las de 1987 (con Felipe González) y 1996 (con José María Aznar) fue empleada con éxito por las autoridades vascas para frenar el deterioro económico. De esta forma, Euskadi recuperó posiciones con respecto a otras regiones españolas y durante el primer decenio del siglo XXI, aún con ETA en activo, volvió a situarse a la cabeza de la clasificación regional en renta per cápita, servicios sociales e inversión en sectores punteros.
Centrémonos en el comportamiento de la inversión exterior para percibir con claridad la dificultad del análisis. Habitualmente se hace el siguiente ejercicio: se calcula el porcentaje que ha correspondido al País Vasco en el total del PIB español y se compara con el porcentaje de la inversión extranjera que ha llegado a la región. Como el segundo ha tendido a quedar por debajo, se abre una brecha que se achaca a la existencia de ETA. Sin embargo, la explicación no es tan sencilla. Aun aceptando la influencia negativa del terror sobre la imagen del País Vasco, hay que tener en consideración otros factores que también intervinieron en la amplitud de la brecha, pero sobre todo hay que proceder a desmitificar el tamaño de la brecha en sí, pues ni es tan grande como se cree en algunos foros, ni deja en tan mal lugar al País Vasco con respecto a otras regiones españolas.
Las ocasiones en que los inversores extranjeros vieron oportunidades en el País Vasco fueron numerosas incluso en los peores momentos de actividad terrorista. Ello fue así porque las decisiones de inversión de las multinacionales derivan de un cálculo complejo en el que tienen cabida numerosas variables y el terrorismo no es la única ni, muchas veces, la principal de ellas. Digamos ya que el apoyo público traducido en una fiscalidad amable influyó en que las inversiones provenientes del exterior vencieran sus posibles resistencias iniciales. En 1995, el entonces ministro de Economía, Pedro Solbes, opinaba que «para compensar la evidente desventaja en que el terrorismo sitúa a la región, sus autoridades han intentado en el pasado ofrecer a los inversores un tratamiento fiscal diferenciado y menos voraz que el del resto de España». Y en 1998, antes de que Bruselas anulara las ayudas concedidas por el Gobierno vasco a Daewoo para que se estableciera en el País Vasco, el que fuera consejero de Transportes y Obras Públicas Álvaro Amann comentaba: «Les hablamos del país [sic] y sus posibilidades, de los inversores extranjeros asentados en este país, se les trae a hablar con la empresa Mercedes, asentada también en Vitoria, simplemente les presentamos a estos señores y hablan entre ellos para que comprueben que les ofrecemos lo mismo que les hemos ofrecido a ellos».
Las excepciones a la regla de rehuir el País Vasco fueron numerosas aunque posiblemente hubo que cuidarlas y trabajarlas. No sólo se trataba de otorgar un tratamiento fiscal favorable sino de facilitar un entorno cómodo a cualquiera que deseara instalarse mientras se llevaban a cabo campañas activas de captación mediante publicidad, viajes y reuniones. De esta forma la distancia entre la cantidad de inversión posible y la efectiva se acortó. Es probable que ésta sea la causa de que no nos hayamos convertido en la tierra prometida de las multinacionales tras el fin de la actividad de ETA, como algunos suponían con excesivo optimismo. Tal vez, en definitiva, no había tanta brecha que cubrir.
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