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Corrupción intelectual

Prosperarán las tecnologías rentables, pero nos quedaremos sin capacidad de análisis para entender lo que somos y lo que sabemos

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Jueves, 2 de noviembre 2017, 00:56

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¿Cuánto nos cuesta la corrupción? En los últimos meses hemos conocido algunas estimaciones del dinero que se nos va por el agujero negro de las finanzas públicas. Se han barajado cifras que oscilan entre los ochenta y noventa mil millones anuales. Son cantidades difíciles de calcular por su misma naturaleza opaca, pero, cualquiera que sea la cifra, la corrupción nos cuesta mucho más de lo que vale. Colapsa la dinámica del esfuerzo, del mérito, de la mejora, de la creación de riqueza, sustituyéndola por el compadreo mafioso. Y es así como los bribones medran, relegan a los mejores, instauran la injusticia en la sociedad condenándola a la degradación moral y económica.

Existe otra corrupción, menos conocida pero igualmente devastadora, que no especula con el dinero sino con el conocimiento. Salta esporádicamente a los periódicos en forma de denuncia de plagios como ocurrió con Fernando Suárez, rector de la Universidad Rey Juan Carlos, o, más recientemente, con el cartel de María Cañas para el Festival de Cine de Sevilla. Se acogen los acusados a conceptos como «intertextualidad», «recontextualización», «apropiacionismo», «resignificación» para justificar la falta de ideas, el oportunismo o la gandulería. Pero, siendo graves estos casos, resulta más preocupante la corrupción fomentada desde ciertos ‘lobbies’ empresariales. Supimos hace unos años que la industria petrolera pagó a científicos para que relativizaran los efectos del cambio climático. La industria azucarera hizo otro tanto para señalar a la grasa como la principal culpable de nuestros problemas de salud. No cesan las denuncias sobre las presiones de las farmacéuticas en consultas, hospitales y congresos médicos. Queda así en evidencia la fragilidad de las certezas científicas y cómo en una sociedad en apariencia avanzada, la verdad (o la opinión más extendida, que viene a ser lo mismo) se compra y, lo que es peor, se vende. Así acabamos creyendo no a quien mantiene un discurso más coherente, sino a quien tiene el altavoz más grande. Vemos cómo el creacionismo, una teoría totalmente acientífica, gana adeptos hasta alcanzar el 46% en Estados Unidos. ¿Hasta dónde llegarán otras supersticiones convenientemente financiadas?

El propio sistema que sustenta el edificio del conocimiento presenta deficiencias denunciadas por la comunidad científica. En estos momentos el 80% de las publicaciones está controlado por un oligopolio de media docena de editoriales (Elsevier, Wiley-Blackwell, Taylor&Francis, Springer…) que cobran a los investigadores por dar a la luz sus trabajos. Un artículo en una revista del primer cuartil (máxima categoría) cuesta entre 4.000 y 6.000 dólares. Y a pesar de las garantías que ofrecen sus comités de redacción y equipos evaluadores, una reciente auditoría ha detectado plagios y conclusiones no contrastadas en el 20% de las publicaciones.

El creciente malestar de universitarios y miembros del CSIC con la Aneca, Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad, constituye la muestra hispana de estas distorsiones. La valoración por impactos (citas de compañeros de área) se ha revelado poco eficaz. La concentración de esfuerzos en revistas indexadas o en campos de investigación preferentes demuestra mayor interés por los beneficios curriculares que por los logros científicos. Si a ello unimos el endurecimiento de los criterios y la complicación de los protocolos para obtener una evaluación positiva, desembocamos en desistimientos investigadores cada vez más frecuentes.

Esta situación se alimenta de un caldo de cultivo en el que, desde hace tiempo, se identifica conocimiento con capacidad de integración en el entramado productivo. Hemos obligado a las universidades a guiarse por índices de empleabilidad y a los estudiantes a cursar carreras con salidas en el mercado del empleo. Ya no se enseñan saberes, sino competencias laborales.

El debilitamiento, incluso el desprestigio, de artes y humanidades responde a estos indicios de ‘inutilidad’ que pesan sobre ellas. Olvidamos o nos hacen olvidar que la Filosofía, ejemplo de saber desestimado, no solo es fuente de conocimiento, sino base para elaborar los principios que deben regir los otros conocimientos. Pero hemos llegado a un punto en el que ya resulta ingenuo sostener que el saber debe estar al servicio de las personas y no de los beneficios empresariales.

Desparpajo plagiario, mordidas investigadoras, oligopolios editoriales, rigideces evaluadoras vienen a superponerse a una enseñanza que opta, por defecto o por precepto, por el corta y pega. Abundan los estudiantes que entienden el aprendizaje como selección de respuestas en un inmenso banco de datos, sin que intervenga un procesamiento personal. En estas circunstancias, el desarme intelectual se antoja cada vez más próximo. Prosperarán las tecnologías rentables, pero nosotros nos quedaremos sin capacidad de análisis para entender lo que somos y lo que hacemos. Sin libertad y, peor aún, sin criterio para recuperarla.

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