¿Un rey contra la Corona?
He hablado una sola vez con el actual rey emérito, eso sí con tranquilidad y tiempo. Por iniciativa de su amigo de juventud Jaime Sartorius, ... éste reunió en su casa, en julio de 1988, a una serie de personas adscritas a la izquierda, desde su primo Nicolás y Antonio Gutiérrez a Emilio Lledó y Cristina Almeida. Entre ellas, Jaime nos incluyó a mí y a mi mujer Marta. La cena duró mucho más de lo previsto y el rey, visiblemente a gusto, no omitió dar su opinión, y su información, sobre temas como el atentado de Carrero o el 23-F.
Lo que más me llamó la atención en sus intervenciones era el protagonismo de un término institucional, que insensiblemente destacaba por encima de otros: la Corona. Al contar el 23-F, y ser preguntado qué pasa por el príncipe Felipe, Juan Carlos I le respondió: «Nada, hijo, que he dado una patada a la Corona, está en el aire, y veremos donde cae». La explicación del enfado de don Juan por haber aceptado las exigencias del franquismo, remitía a la misma referencia central: estaba dispuesto a hacer todo lo que fuera preciso para alcanzar la Corona. Todo indicaba que se trataba de un hombre que se contemplaba a si mismo al servicio de la institución monárquica.
De ahí mi extrañeza, y la de muchos, ante la deriva experimentada en los últimos años de su reinado. Su afición por el otro sexo -conviene tener en cuenta a Isabel II- fue la habitual entre los Borbones de los dos últimos siglos, se convirtió en vox populi y se admitió por la opinión pública como un rasgo personal quizás negativo, pero compensado por sus servicios a la democracia. En todo caso dolía la ofensa a la reina, a quien calificara ante Villalonga de «buena profesional». Y como se ha visto, lo es, más que él. Lo que nadie esperaba era la deriva final, con una escenografía que supone un remake actualizado del encaprichamiento de Luis I de Baviera por Lola Montes. Tampoco que la pasión senil estuviera vinculada a presuntos ingresos irregulares, comisiones de lujo en nuestras relaciones económicas con el mundo árabe, lo que se llama corrupción, practicada además a favor de su condición de Jefe de Estado. Así las cosas, es secundario el dilema sobre la inviolabilidad. Cuenta ante todo el enorme desprestigio ante la opinión, tanto más profundo al estar precedido por un elogio casi general. En 1988 el rey Juan Carlos lo hubiera tenido claro: lo que importa es la Corona.
La imprescindible decisión de abandonar España aparece así como un mal menor y tardío, que debió llegar antes de que el gobierno hablara. Es elusiva la fórmula dual empleada, el anuncio de expatriarse aludiendo a «ciertos acontecimientos pasados de mi vida privada», para dejar al abogado la declaración de que «estará a disposición de la justicia». Pensando en salvaguardar el prestigio de la Corona, le tocaba a él afirmar que asumiría sus responsabilidades. En este juego de pérdida inevitable, la pelota está ahora en el campo de Felipe VI y tendrá que jugarla.
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