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Cuando el horno europeo está para pocos bollos, en España hemos vuelto a una política desahogada, y tantas veces extravagante, con un modelo de gobernabilidad insostenible

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Jueves, 1 de enero 1970

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Absortos en nuestro colorista esperpento, la realidad más amplia en la que estamos insertos, ese ámbito político que nos es natural, la Unión Europea, nos resulta cada vez más indiferente. Es verdad que nadie con un mínimo de influencia pide salir del euro o dinamitar la UE y que Europa sigue siendo una referencia que asumimos como esencial en nuestra trayectoria democrática. Pero hay dos aspectos de la realidad europea que o bien se ignoran o bien se distorsionan.

El primero se refiere al debilitamiento político de la Unión, la atonía de sus líderes y la confusión traducida en parálisis a la hora de decidir qué toca hacer y cómo hacerlo. Es todo un síntoma que del discurso de despedida del presidente de la Comisión, Jean Claude Juncker, en el Parlamento Europeo lo que más se destacara fuera la iniciativa sobre el cambio horario, un tema en el que no parece que la UE se juegue su futuro. Mientras tanto, el 'Brexit' se resiste a cualquier esfuerzo negociador -esto de independizarse no es nada fácil ni siquiera para un país independiente-, Italia amenaza el euro desafiando abiertamente la reglas esenciales de prudencia fiscal, los países del Grupo de Visegrado hacen patente su alejamiento de los consensos básicos de la Unión, y la canciller Angela Merkel confirma después de las elecciones en Baviera su acelerado declive del que se sigue un vacío creciente de liderazgo que nadie está en condiciones de llenar.

Macron demostró inteligencia política y audacia para cristalizar un clima de opinión que le llevó a la presidencia de la República francesa, pero entre un clima de opinión y una base electoral consolidada hay un trecho trabajoso que recorrer, y que Macron aún no ha atravesado. Depositar las esperanzas de reactivación de la UE en el eje franco-alemán es simplemente vivir en el pasado.

¿En que nos afecta todo esto? Nos afecta, y mucho, porque en el horizonte europeo asoman nubes de tormenta. Y cuando ese horno está para pocos bollos, en España hemos vuelto a una política desahogada y tantas veces extravagante, con un modelo de gobernabilidad como el que inaugura la coalición negativa que apoya a Sánchez en la moción de censura, insostenible a medio y largo plazo. Atisbamos, todavía sin demasiada preocupación, unas perspectivas de desaceleración sobre las que gente bien informada y con buenos servicios de estudios detrás empieza a advertir de que será más profunda de lo que suponemos. De nuevo se vive instalado en la confianza de que la inercia económica nos proporcione un 'aterrizaje suave', que es una terminología edulcorada que debería levantar sospechas porque la desmiente la historia reciente. Como mínimo se puede decir que el entorno europeo ya no es esa red de seguridad que nos proteja de las peores consecuencias de los errores políticos o económicos. Esos errores tendrán consecuencias más graves en una Unión fracturada en lo político y sin referentes claros de liderazgo a escala continental. Y eso habría que tenerlo muy en cuenta cuando afrontamos una cuestión como el proceso independentista en Cataluña, que afecta al conjunto del sistema institucional.

Y entramos entonces en el otro aspecto en el que la referencia europea falla en nuestro país. En pocos estados miembros, la opinión pública -al menos, un sector significativo de la opinión publicada- es más severa con la autenticidad de las convicciones democráticas de los otros y más benévola con lo que pasa aquí. Alguien en Bélgica o en Alemania debe encontrarse algo confuso cuando observa que mientras pedimos la entrega por rebelión de Carles Puigdemont, el socio principal del Gobierno -que ha formalizado esa condición con un acuerdo presupuestario firmado con toda solemnidad- se va a la prisión donde está uno de los líderes de esa rebelión, al que califica de «preso político», y al que convierte en interlocutor ni más ni menos que de la negociación de los Presupuestos Generales del Estado.

La sensibilidad democrática se vuelca en alertar del peligro de Orban o Salvini por declaraciones que objetivamente consideradas no llegan ni de lejos a la literatura supremacista y racista de Quim Torra que, por cierto, le emparenta con el neofascismo europeo allí donde de verdad existe. Se lamentan los ataques a la independencia judicial cuando ocurren en otros países mientras se ve con normalidad que un verdadero coro de voces gubernamentales interfiera con sus declaraciones, día sí, día también, en las decisiones que jueces y fiscales han de adoptar en relación con los políticos catalanes procesados por rebelión.

Que Trump -para irnos fuera de Europa- en su guerra particular ridiculice a un adversario del que ni teníamos noticias es un acto intolerable contra la libertad de expresión si es periodista o contra el juego democrático si es político, pero que Torra insulte al Rey llamándole «hooligan» se entiende por demasiados como algo propio del embrollo catalán. Se admira el rigor académico en otros, mientras se considera que el abundante plagio de una tesis doctoral por parte del hoy presidente es excusable.

La historia criminal de ETA se embellece para presentarla a los jóvenes vascos, y ya metidos en acercamientos, el Gobierno socialista va camino de conseguir lo impensable: que la momia de Franco se convierta en una nueva atracción turística que los visitantes de la capital podrán visitar de camino al Palacio Real, no en el sombrío Valle de los Caídos sino en el centro de Madrid. Sinceramente, algunos que reparten consejos con largueza a otros deberían guardarse algunos para ofrecerlos en casa.

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