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Si la separación de poderes y la independencia judicial eran cuestiones de las que tanto se dudaba en nuestro país, desde ayer las dudas se habrán convertido poco menos que en certezas. Y es que, aunque el auto de la juez Lamela haya sido dictado de acuerdo con las más estrictas normas de la jurisprudencia, su repercusión sobre el devenir político y, más en concreto, sobre la inminente campaña electoral va a ser de tan enorme trascendencia que las opiniones que sobre él se emitan estarán teñidas de interés político y, en esa medida, acabarán politizándolo. No les arriendo, por tanto, la ganancia a quienes, desde el ámbito profesional, se esfuercen, con la mejor voluntad y el mayor saber, por demostrar lo errada que está esa duda convertida ya en certeza y lo fundada que está, por el contrario, en Derecho la decisión que la juez ha adoptado.

Centrándonos en lo que acaparará los comentarios de los analistas, comenzaré diciendo algo que, en este momento de shock, puede sonar extravagante, y es que no es del todo claro que la repercusión del auto en el proceso electoral vaya a dirimirse inevitablemente en favor de la parte que se da por más favorecida: la independentista. No cabe duda de que el victimismo, que ha sido uno de los más potentes motores de esta corriente, va a encontrar en esta decisión judicial su mejor alimento. De hecho, sobre él, así como sobre la escasa calidad democrática del Estado español, era sobre lo que iba a montar el independentismo su argumentación electoral. Pero tampoco puede ignorarse que la otra parte de la contienda dispone de bastantes argumentos para contrarrestarla. No es, creo yo, el victimismo argumento sostenible en el tiempo ni tiene, por sí solo, fuerza suficiente para justificar los dislates que el independentismo ha cometido y el impasse al que ha abocado a sus seguidores y a toda la sociedad. Entre el riesgo de la repetición del fracaso y la promesa de un cambio razonable, esta segunda opción, si logra expresarse con inteligencia, no deja de tener sus armas de persuasión en una comunidad tan frustrada y fraccionada como hoy es la catalana.

En cualquier caso, resulta hoy muy difícil en esa sociedad no cometer el error de, como se dice, empezar a recitar el credo por Poncio Pilato. Tiende, en efecto, a olvidarse que cada acontecimiento que ha ocurrido en el ‘procés’ responde a otro que, si no lo justifica, lo explica. En este último estadio, por ejemplo, suele pasarse por alto que ha habido artículo 155 y encarcelamiento, porque antes había habido rebeldía y proclamación de independencia. Y así, prolongándolo en el tiempo, nos remontamos, hecho tras hecho y error tras error, a las imperfecciones que aquejan a la Transición, pasando por un muy mal conducido proceso de reforma del Estatut y una sobreactuada reacción a otra malhadada sentencia del Tribunal Constitucional. Y por citar la bicha que parece resumir todos los males de la política española, un persistente inmovilismo de Mariano Rajoy que, junto con la corrupción de su partido, es aprovechado por el independentismo catalán para dar el precipitado salto en el vacío que, al final, se ha producido. De esta concatenación de hechos, que podría prolongarse ad infinitum, resulta casi imposible entresacar uno -el nuclear- a partir del cual desenredar el ovillo que se ha enmarañado. Y, sin embargo, esa es la tarea que la política debe abordar y llevar a buen término para no acabar creyendo de verdad que fue Poncio Pilato, y no Jesús, el que «fue crucificado, muerto y sepultado».

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