Quejas
En vez de operar como un desahogo, incrementan el agobio propio y ajeno
Un chiste que me hace gracia y que sirve de manera minimalista para la idea de esta columna. En un convento de monjas de clausura ... con riguroso voto de silencio, la única excepción es que cada diez años le pueden decir dos palabras a la madre superiora. Tras los diez primeros, nuestra monja protagonista le dice a la superiora: «Cama dura». Pasa una nueva década en silencio y sus dos palabras son: «Sopa fría». Y tras diez años más de mutismo: «Me voy». A lo que la superiora responde: «Sí, será lo mejor, hija. Porque llevas treinta años que lo único que haces es quejarte».
Ante las adversidades de la pandemia, entre otras posibles divisiones, la ciudadanía podríamos ser clasificados en estas dos: las personas que se quejan y las que no. Por supuesto, como en casi todo, hay grados, tanto en la queja como en el estoicismo. Soy partidario de la ausencia de queja, aunque como se verá aquí mismo, no siempre lo consigo. Intento parecerme en este sentido al conseguido personaje del espía ruso, interpretado por el excelente Mark Rylance, en la película de Spielberg 'El puente de los espías'. El ruso, además de no quejarse de su mala situación, procura despreocuparse y da para conseguirlo una razón sencilla, pragmática y cierta: porque no sirve para nada.
Sin embargo, a muchas personas les resulta imposible evitar la queja continuada como expresión de sus preocupaciones y miedos. Creo que en estos casos la queja, en vez de operar como un desahogo, se vuelve en contra y reporta lo contrario: un incremento de agobio propio y ajeno. Aunque también es de considerar que el quejoso, quejica o quejicoso forma parte de la vasta corte de los pesados, y ejercer la pesadez puede resultarle un placer, inconsciente o no, que le sirve de descarga siendo un cargante, valga la contradicción. Sé incluso de algún amigo a quien la práctica asidua de la queja letanía con lugares comunes por parte de su cónyuge le ha dificultado la convivencia. Ya se oye menos, porque con la acumulación de tiempo nos acostumbramos a convivir con lo extraño e incierto y a dejar de comentarlo, pero aun así es todavía moneda muy corriente que cuando te encuentras con alguien suelte de entrada o enseguida lo de «esto no hay quien lo aguante», «se me hace insoportable», «yo es que ya no puedo más» o «qué jodidos estamos».
En fin. Me doy cuenta de que al quejarme de los que se quejan, caigo de este modo yo mismo en la queja e incurro en lo que estoy criticando. La madre superiora del chiste, en armonía con la pobre monja que en treinta años había pronunciado solo seis palabras, podría haber dicho: «Menos quejas».
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