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Tengo tanta hambre que el otro día intenté comerme un cactus. Me lo regalaron a los postres como detalle en una comunión y, desatada viva ... tras dos semanas de régimen carpántico, creí que la tierra era de chocolate y que la pala estaba hecha con una oblea de menta. Un cactus After Eight. Afortunadamente, me advirtieron a tiempo con un sonoro '¡Pero qué haces, gilipollas!'. Si no, aún estaría quitándome pinchos de la lengua.
Lo de la dieta es terrible. Un galeno, probable descendiente del doctor Mengele, me ha dicho que tengo que perder nueve kilos. Nueve. En fin, él que diga lo que quiera, que yo haré lo que me dé la gana. Hay médicos que se dedican a arruinar nuestras ilusiones de forma profesional. Y que disfrutan con ello.
Será por esa gazuza que me atormenta por lo que, cuando la semana pasada un tipo tiró una tarta contra 'La Gioconda', lo primero que pensé es que ese pastel estaría mejor en mi barriga. Se ve que el pavo no encontró otra manera de protestar contra el cambio climático que empastelar a la Mona Lisa. Hijo, qué desperdicio.
En 1914, Mary Richardson acuchilló 'La Venus del Espejo' de Velázquez como queja ante la detención de su colega Emmeline Pankhurst, líder del movimiento sufragista. Mira, ahora que las mujeres podemos votar ya no apuñalamos lienzos pero seguimos rajándonos a nosotras mismas, con o sin bisturí. Que mucho celebrar la diversidad de los cuerpos y mucha mandanga, pero algunas continuamos enfrentándonos, frágiles, incómodas e inseguras, al despelote estival que nos amenaza. Que somos muy listas para muchas cosas, pero muy tontas para otras. «No es el deseo de ser hermosa lo que está mal, sino la obligación de serlo», decía Susan Sontag. Qué poco hemos avanzado.
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